El tacto en la enseñanza


La palabra educación nos remite a un tiempo humano, concreto, dual; a un acontecer que se nos impone en nuestro trato con un Otro que se cuela en nuestro mundo, en nuestra firme seguridad, en nuestras certezas. El niño introduce un más allá, un futuro de posibilidades y simultáneamente un presente singularísimo como preocupación, tan cercano como la propia sombra, pero tan inasible como ella, tan huidizo. Estas obviedades se manifestaron el otro día en clase cuando les pregunté a mis alumnos y alumnas del Grado en Educación Infantil la razón por la que están estudiando la carrera y pude comprobar que en un elevadísimo porcentaje todo había comenzado con la relación de simpatía entablada con un niño. Me describen elementos como su indefensión, su alegría vital, su viveza, su espontaneidad, sus gestos de cariño. Todas esas cualidades remiten a un ser efectivamente indefenso, cuya indefensión demanda protección, reclama la atención y el cuidado del adulto. 
La relación previa a todo estudio teórico emprendido por la pedagogía entendida como ciencia o reflexión (pues apenas llevan un mes en la universidad) que mis alumnos habían establecido con los niños era una relación de cuidado, de asir la mano tendida, de acogida, de receptividad. La cara del niño con sus grandes ojos exige al adulto que vele por él y de su rostro emana, como diría Levinas, una suerte de imperativo ético que siendo universalizado y extendido al género humano, al desvalido género humano, se manifiesta en el mandato “no matarás”. Es una ley sin palabras, porque se alza previa a la palabra creadora, a la poiesis, como condición de la misma. Esta es la teoría a la que apunta la carita del niño, la obligación de velar por su vida y, todavía más, por su futuro. Cuando se está con un niño se está también con su futuro, también subrayaba el poeta Khalil Gibram; un futuro suyo al que sin embargo no se debe sacrificar el presente. En el niño, de hecho, se concretizan dos tiempos: futuro y presente, el futuro por hacer y el singularísimo instante. Ambos inciertos y requeridos de protección y cuidado. Así pues, la pedagogía empieza con este momento práctico y existencial concreto, con todo un mundo por hacer, y la teoría pedagógica se nutre del mismo, hunde sus raíces en él. 
Una consecuencia de este enraizamiento de lo educativo en lo más personal y concreto del niño es que nunca debe perderse de vista dicho momento concreto en la reflexión teórica o en la enseñanza universitaria que se da a futuros maestros. Me refiero a que aunque se enseñen métodos, didácticas, técnicas de enseñanza… hay una cualidad esencial que es en sí lo más específicamente pedagógico o educativo, como un tacto; es una sensibilidad que consiste en la buena lectura que uno hace de ese momento práctico, de ese ambiente concreto, de esa situación de educación y del estado del niño. Hay que advertir que la psicología ayuda pero esto no se reduce a psicología. Es más que eso, porque estamos hablando del ser capaz de ser demandado por el Otro y de ceder a la preocupación por su presente y su porvenir (ambos en equilibrio, so pena de incurrir en ciertos excesos nefastos para los niños). Es un ponerse en la situación de hacerse cargo del destino del niño como persona que va, que se hace, que está siendo, que requiere un porvenir y que tiene unas posibilidades por conquistar. Es responsabilidad. 
Hay en esta relación educativa un obvio desnivel, porque el educador tiene autoridad, auctoritas, ganada día a día y concedida por el niño (la autoridad del adulto se la da el niño y el adulto se la gana). Mis alumnos han sido sensibles a esta llamada del Otro desvalido, del Otro niño, y se han puesto en situación de hacerse cargo del mismo. Es por eso que estudian una carrera que sería imperdonable que no recordara en sus teorizaciones y enseñanzas intelectuales (sumamente valiosas sin duda) ese origen existencial, concreto y tiernamente humano.
Estas ideas son frescamente desarrolladas, a partir de ejemplos prácticos, con imágenes concretas, por el catedrático de educación de origen holandés Max van Manem, en su libro El tacto en la enseñanza. El significado de la sensibilidad pedagógica(Paidós, Barcelona, 1998). Su objetivo es abandonar los abundantes enfoques psicologistas en pedagogía y acudir a una visión más próxima a la filosofía, de raigambre hermenéutica y fenomenológica, en la medida en que se elude la ontología de lo factual (positivismo) para ir, por el contrario, a lo fáctico, al mundo de la vida, a la inmersión en el contexto difícilmente captable con la mirada positivista y los instrumentos del psicólogo. No hay un rechazo, por supuesto y debo insistir de nuevo, a la psicología con sus métodos habituales, sino un adentrarse más hondo de lo que resulta posible para ella con dichos métodos. Así, el pedagogo de formación o inspiración filosófica (lo sepa o no) se sumerge en ese tiempo que he calificado al principio como “humano”, “concreto”, “dual”, ese lugar singular en el que hay que estar para comprender pero que no se opone a una cierta racionalidad u objetividad dada sobre el terreno, sobre la marcha, similar a la del actor que sopesa su actuación mientras hace su papel en la obra de teatro. 
Hay, por tanto, razón y captación racional de lo que ocurre, pero no al modo objetivante cosificador propio de la ciencia positivista que, según Manem, no llega al todo que constituye el proceso o acto educativo. De hecho, el educador reflexiona, pero lo hace inmerso en su tarea y a partir de lo que le ocurre en ella. Hay una prioridad de lo práctico en el pensamiento pedagógico, es decir, que la pedagogía es un saber eminentemente práctico (lo que no quita que haya, insisto, necesidad de una teoría, como queda patente si se me está entendiendo bien).
El conocimiento pedagógico se encarna en lo que Manem llama “tacto pedagógico” que es una suerte de sensibilidad situacional, dada en una situación educativa, de la que se extraen consideraciones para una acción prudente, equilibrada, eficaz encaminada a obtener un bien en el niño. Es lo que para Manem suple a las técnicas en un sentido de razón estratégica. El tacto no es una racionalidad estratégica, de medios-fines, que pueda planificar en función de unos objetivos claros, aunque presuponga una cierta reflexión en la inmersión práctica y previa, anticipadora. Lo bueno que espera obtenerse para el niño viene dado por una tradición y por ejemplos anteriores que están en la memoria (en gran parte inconsciente y corporal) del maestro. De hecho, el modo en que se aprende y ejercita el tacto es mediante ejemplos y situaciones únicas, que es como, precisamente, estructura su libro Manem, como un enorme cúmulo de elocuentes ejemplos que expresan sin definiciones cerradas lo que es el tacto, mostrando el tacto en acción. Vemos que lo que se pone en marcha es una especie de inteligencia interpretativa, intuición moral práctica, sensibilidad y receptividad hacia la subjetividad de los niños y capacidad de improvisación en el trato con ellos. Esto es lo que funciona en una buena clase. 
La razón objetivante y técnica se nos torna impotente para comprender la pedagogía en última instancia porque lo que sucede en una clase resulta casi imposible que sea descrito en sus términos, porque resiste toda conceptualización. Es decir, si intentamos describir o explicar lo que sucede en el aula con la distancia propia de la reflexión convencional, ya no estamos en el nivel propio de la situación pedagógica y no podemos captar su tiempo. Se requiere una cierta reflexión semejante a una consciencia, dice Manem, a un estar consciente en dicha situación. La clase, desde la perspectiva del profesor, es una «consciencia» que sin llegar a ser plenamente distancia reflexiva, ya que se halla inmersa en lo que allí está sucediendo, es un continuo anticipar, ajustarse, modificar, que podemos llamar acaso en un sentido muy amplio «diálogo». Se trata de un pensamiento, pero, eso sí, concreto, móvil, en acción, el que el profesor desarrolla durante la clase. 
Para lograr esta habilidad o sensibilidad, como queramos denominarla, se requiere una inmersión previa en los ejemplos, en la praxis educativa, en la tradición y por supuesto una cierta reflexión tanto a posteriori como anticipativa. Esto último es lo que se desarrolla en una programación, es decir, una anticipación de las posibles situaciones en un aula, un curso de una asignatura o materia, como queramos llamarla (que en los niveles más superiores de la enseñanza reglada sería un tercer elemento fundamental que participaría en el tiempo pedagógico). De hecho, como ocurre en el teatro o la música, el guión hay que prepararlo bien y cuanto más concienzudamente preparado esté, la improvisación requerida por la flexibilidad consustancial a la contingente y temporal de la situación pedagógica será más justa, el tacto pedagógico funcionará mejor. Esa suerte de inteligencia práctica que ya algunos griegos describieron (Aristóteles), como una reflexión veloz, sobre la marcha, en la doxa, inmersa en la vida, requiere, en una aparente paradoja, una previa estructuración y entrenamiento. El mejor ejemplo de esto es el actor que prepara su papel al milímetro y después, justamente por ello, es capaz de involucrarse en él y de improvisar a la perfección representándolo sin dar una imagen de desdoblamiento, de doble self, de self reflexivo distanciado por un lado y del self que habla y actúa por el otro. En las clases, realmente, ocurre lo mismo.

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