Hermenéuticas, educación, palabra, infinito…


La amplitud que se extiende entre personas al educarse, ese espacio único, es inefable, en constante reestructuración, en ambigua originalidad, pero al mismo tiempo ostenta un carácter material. Hay en lo educativo una poesía de lo material, una poesía en lo material, estrictamente mundana que sin embargo, no puede captarse con el mero esfuerzo del logos, sino que la palabra debe de ser renovada en un constante esfuerzo por perseguir lo que a duras penas alcanza. La realidad y la palabra juegan, danzan, relacionándose sin corresponderse, sin coincidir del todo una con la otra en un ajuste pleno. Por eso, esa porción de realidad humana procesual que llamamos educación, que es personal, no es captable por el mero logos en un sentido absoluto. Esta es, por lo menos, la idea a la que apunta, veíamos, el profesor Mèlich, que encuentro sugerente en la medida en que nos resguarda del error positivista, de la pretensión de agotar la realidad en el concepto, en el significado de la palabra. Mèlich apuesta por el símbolo, con todo lo que conlleva de sugerencia, de alusión oblicua, astral, y nunca lineal hacia un referente. El símbolo o lo simbólico capta mejor la realidad procesual y fluida, proteica, que sucede, o, dice él, “acontece” en la educación (que es el acto ético, que no moral, matiza con una cierta evocación de la filosofía de Levinas). 
Y el lugar de lo simbólico, su instrumento, es la narración, pero la narración como literatura infinita, sin límites de interpretación, porque el texto no obliga a una lectura en ningún sentido (contra Gadamer) sino que es siervo o mediador para la lectura que lleva a cabo el lector o intérprete, absolutamente libre o meramente sugerida por el texto. Así las interpretaciones son tantas como las lecturas, del mismo modo que ocurre en esos tiempos únicos, suspendidos en el vacío, abiertos como de repente, que son los momentos pedagógicos. Es la literatura la que, como acto libre y ambiguo, abierto y sugerente, enseña e imita lo que sucede cuando dos personas se educan o vinculan éticamente. Se da una re-lectura constante entre ellas, una reestructuración de la misma relación en sí, un redibujarse con algo de autopoiesis. 
Mèlich subraya también la idea de ausencia, de negatividad, de vacío y de huella en lo educativo, su carácter de falta antes que de lleno, de positividad o afirmación. Es decir, hay una poiesis, una creatividad pero hecha como apertura de vacíos, de restos, de fisuras o grietas, pues son márgenes o desafíos a las totalidades y a las metafísicas, a las definiciones y a los conceptos, lo que surge en las relaciones éticas y educativas. Así, educar-se es contra lo que suele creerse una tensión hacia lo oscuro, hacia la zona menos clara, menos iluminada por la razón civilizadora, una fuga hacia lo que puede incluso oponerse a lo sistemático, a lo fundamental, a lo básico. Sólo de este modo impugnatorio es como en realidad puede hablarse de avance, es como un educando emerge como persona, decíamos en posts anteriores, en este momento de asomar la cabeza sobre la superficie del océano, de dar el salto, el instante fugaz del relámpago que revela lo oscuro, que sugiere otro cielo. 
Todo esto manifiesta un obvio esquema hermenéutico. Llegados a este punto, la hermenéutica que remite a un fondo que no es firme, que no es un verdadero fondo ni suelo, se desdobla. Uno puede no cerrar las interpretaciones, aunque haya una cierta línea, aunque nadie parta, obviamente, de cero en sus interpretaciones, pues en eso consiste toda perspectiva hermenéutica, en que la mirada está hecha por aquello que ella mira (o quien habla es hablado). Hay una figura circular, una redondez en el universo hermenéutico que avanza afanosamente, con nuevos matices interpretativos, con desdoblamientos de símbolos, con ramificaciones de sugerencias, con las sombras de las sombras o los reflejos de los reflejos de espejos enfrentados. Hay mucho laberíntico también que evoca un universo aparentemente finito y limitado que sin embargo es infinito e ilimitado, o apunta maneras de serlo. De hecho, bajo los pies del hermeneuta se despliega el abismo, se abre lo insondable y el lugar donde Wittgenstein en realidad mandaba a callar. Porque la hermenéutica es el intento de discurrir por el margen donde no se puede hablar con propiedad, donde nada puede ser dicho ni definido. El símbolo es el torpe esfuerzo humano de desenvolverse en tales lares, y la literatura. Mèlich, siguiendo a algunos autores que cita en abundancia, enfatiza el carácter infinito o inacabable de las interpretaciones, es decir, del universo, de sus “fundamentos” no metafísicos, de la antropología débil, de la educación no metafísica que por tanto ha de ser simbólica y literaria.
Así, la literatura no es tanto un instrumento para adquirir “competencias”. Lógicamente, Mèlich critica el trasfondo de la teoría pedagógica de las competencias que presupone un modelo educativo positivista de la educación como un proceso captable racionalmente de adquisición de una suerte de habilidad técnica para desenvolverse en un medio, lo cual es de inspiración operativa, cuantitativa, estratégica y cosificadora. La perspectiva hermenéutica que él maneja le sirve y en este sentido me gusta a mí también referirme a ella y partir de la misma. Aunque en próximos posts iré matizando y decantándome por lo que hace más de un año llamaba una “hermenéutica dialéctica” que es la concepción marxista de Adorno, intentando casar este enfoque enormemente abierto y libre con el materialismo dialéctico de Adorno que en su carácter fragmentario puede ser una excelente perspectiva también correctora de los excesos positivistas. En realidad, un enfoque como el de Mèlich, y el enfoque marxista frankfurtiano de Adorno nos remiten a un mundo fragmentario, inacabado y en última instancia inasible, aunque en el caso de Adorno se enfatiza mucho más el vínculo de esto con el carácter dañado que en nuestro mundo tiene la vida. Hay una sociedad y una economía que dañan la vida y la rompen, que la encorsetan y fosilizan, que la trastocan en mercancía, y esto se cuela, por ejemplo, en las relaciones pedagógicas, lo cual puede ser detectado con operaciones intelectuales de tipo hermenéutico que aun de raigambre marxista son también un poco Nietzsche y un mucho Freud. La hermenéutica de Mèlich me parece menos firmemente ubicada en un planteamiento así, aunque es muy crítica, como ha quedado claro, con determinadas aberraciones pedagógicas propias de nuestro mundo. Hay una línea heideggeriana que dota de un carácter existencialista a esa relación única y dual entre educador y educando, sin que esto quiera decir en absoluto que Heidegger haya en ningún momento planteado así las cosas, pues hablamos tan solo de grandes tradiciones o líneas en el pensamiento o estilos de pensamiento en el siglo XX. 
Yo creo que aunque ciertamente la relación educativa es algo singular y no captable, como un “entre” indefinible, a lo que referirse simbólica y oblicuamente, ya he mencionado que cometeríamos un error si eludimos su materialidad, su historicidad en un sentido mundano pero más cercano al mundo de Zubiri o Ellacuría que al mundo de Heidegger. Es por aquí que llevo años intentando esa síntesis para comprender debidamente lo que ocurre en una relación educativa, que puede ser llamada ética porque en principio mantengo el modelo del planteamiento levinasiano. 
Es decir, la educación remite a algo muy básico, muy previo en el hombre, que no se da posteriormente a su construcción biológica, que de algún modo, ontológicamente, está ya implícito, en cuanto hombre o mejor dicho, en cuanto persona. Como persona, se viene a recordar que ya existe un vínculo con los demás que se dé o no se dé, va a ser determinante, va a ser necesario, un vínculo que no será como el llenado o suma en que consiste un mero aprendizaje o contacto animal, sino como desafío o negatividad levinasiana, algo más metafísico que sólo se da entre los seres humanos, algo dado entre lo que Levinas llamaba “rostros”. En los seres humanos puede darse este tipo de relación que Levinas llamaba ética y que yo llamo “educación”, y es esta posibilidad la que nos convierte en algo más, en lo que para Zubiri ya constituiría una especie de estructura superior que incluyendo lo animal, lo trasciende: es la persona. Todo se da, insiste, en términos materiales, pero de una materialidad dinámica y no sustancial, sino, como decía Zubiri, sustantiva. 
Así, hay algo real en la relación educativa, que siendo material y siendo real, es a la vez único, indefinible y ricamente complejo, que para ser comprendido debe ser cazado con símbolos. La realidad es inagotable, la realidad humana, y las palabras se quedan siempre cortas, porque la realidad, y la historia, va por delante, se nos adelanta siempre. Esto es lo que ocurre y por eso la educación no es algo meramente verbal, aunque haya palabra, que la hay, pero en un sentido muy laxo, muy amplio y poético, diría que bíblico, de palabra. De hecho, parte de esa realidad que es histórica y en la que ciertamente hay clases y lucha de clases, hay otras tensiones y otras historias, como es la tensión de las palabras, de los juegos de lenguaje, de las comprensiones e imágenes del mundo, de los símbolos. Es a esto a lo que Mèlich, con razón presta su atención, enfatizando lo que esto supone para la educación, lo que esto dice de la antropología, de nuestro abisal espacio. Ellacuría era, también, un filósofo que se resistió a los determinismos unilineales ni a cerrar la historia con explicaciones únicas y dogmáticas, con leyes de la historia. Y aquí tenemos una pista, también, para conciliar hermenéuticas. Hay palabras que imponen su ley. Y hay luchas y opresiones que también la imponen. Todo ello, en realidad, entrelazado, como en los sueños, por lo que me temo que la auténtica comprensión es compleja y de nuevo ha de acudirse a la pista literaria, al arte y sus símbolos, probando hermenéuticas con todo tipo de oblicuidades. Tal vez hoy, en esta línea de ensayo con el arte, de recurso al arte con un fin de comprensión del presente, tengamos a Zyzek. Creo que la pedagogía debe probarlo también, aunque este intento filosófico pueda ser tachado de traición, de esa pedagogía del orden que ha prevalecido fatalmente, de las explicaciones, porque como resalta Mèlich, no se trata de explicar, sino de interpretar. La traición de Freud fue, precisamente, esta, la de confundir interpretación con explicación, la de reducir lo simbólico a lo sígnico. En el caso del profesor Mèlich, en los artículos que estamos leyendo de él y que amablemente nos ha remitido, afirma que la interpretación no debe agotarse nunca, no debe dejar de jugarse nunca. Es como si el carácter lúdicamente escéptico no debiera desaparecer en ningún momento, esa fatal ironía que nos recuerda a Borges, esa levedad tan grave.
Consúltese: Mèlich, J.-C. (2011) Disonancias (Sobre ética y literatura), Ars Brevis, pp. 97-115.

Educación y filosofía

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