Pensando la universidad con Giner de los Ríos


Una cuestión que surge cuando meditamos sobre las ideas, es si en nuestro complejo mundo es posible separarlas de ciertas instituciones que uno siente como algo más concreto, más físicamente real que el vaporoso pensamiento. Una pregunta que acota este problema en uno menor es si, en el caso del pensamiento medieval, éste ha venido inextricablemente ligado a la historia de la institución universitaria, si en cierto modo, ha sido ella
¿Es posible separar la universidad, en la Edad Media y ahora, de cierto pensamiento, de determinados estilos de pensar? Es uno de los asuntos latentes, aunque no el principal y explícito, que estudia el recorrido que hace por la universidad de hoy y de ayer don Francisco Giner de los Ríos en su libro Pedagogía universitaria, Extramuros, Sevilla, 2011 (edición original Manuel Soler, Barcelona, 1905). Hoy día la sociología de los intelectuales o la sociología de la educación nos tiene ya acostumbrados a reconocer el vínculo con las redes sociales e institucionales, las marcas que deja la institución o la sociedad en sus distintos estratos, nichos, niveles, posiciones relativas, en los cuerpos, habitus y por supuesto ideas. Es difícil disociar lo que sucede cuando se piensa, de lo que se vive; y se vive socialmente, igual que se vive animalmente o vegetalmente o mineralmente. 
Giner observa en la segunda mitad de su libro el periodo en que se fundaron las primeras universidades porque quiere pensar la universidad, y para ello, compara en el tiempo, proyectando sus ideas de estilo activista, rousseaniano, propias de lo que Lerena llamaría pedagogía liberadora, que lo es porque fabrica una pedagogía antagonista represora y esa pedagogía represora, como su sombra, en algunos momentos parece ser la medieval. Felizmente, Don Francisco era muy inteligente como para caer en el consabido prejuicio acerca del Medievo y destaca elementos no tan terribles en aquellas incipientes pedagogías universitarias, valorando y justificando sus métodos, sin disimular, eso sí, cierta repugnancia. Yo no tengo muchos más conocimientos de la universidad medieval que los aportados por el riquísimo libro de Giner, que se bebe y resulta una excelente introducción a la historia de la misma. Desde lo que él cuenta, basado en obras enciclopédicas que elogia y parafrasea, recién publicadas por notables eruditos de su época, muy principios del siglo XX, prácticamente hablamos de finales del XIX en muchos aspectos, voy yo a hilar mi relato y a lanzar alguna opinión o valoración también.
Las primeras universidades fueron dos, que prevalecieron como modelos para las demás: Bolonia y París. La primera era de corte estudiantil y la segunda era de maestros. Esto quiere decir que Bolonia empezó siendo, en la última treintena del siglo XII (en la época de la llamada Ilustración del siglo XII), una agrupación de estudiantes que se protegían y reunían en torno a maestros que eran llamados y en cierto modo contratados por ellos. La palabra universidad (universitas) llegó muy tarde, casi en el Renacimiento, y durante siglos sólo se refería a un grupo de personas, a una corporación de hombres, a su conjunto, bien fueran todos, o los maestros, o los estudiantes, o los libreros. Eso era lo destacable, precisamente, que componían un grupo nutrido de varias naciones que hacían bulto en una ciudad. El precedente citado por Giner fue Abelardo, con sus clases al aire libre, en las que sentaba cátedra, dictando y discutiendo en público, ante grupos de ¡hasta cinco o siete mil personas!, mucho más y por tanto ya con otro estilo de diálogo y lecciones que lo que uno puede imaginar sucediera entre Sócrates y sus discípulos en las calles atenienses. 
Pues bien, eso eran las primeras universidades. Un maestro con grupos de discípulos adscritos a él personalmente, matriculados con él, que eran enseñados por él, al principio sin exámenes ni grandes requisitos. Esto, una vez que adquiría un cierto tinte oficial se llamaba “studium generale” que es la palabra que puede corresponder mejor con lo que hoy llamamos “universidad”. En Bolonia los estudios primeros fueron de Leyes (Derecho Romano) y en París de Teología. París fue desde el principio una corporación, como un gremio, de maestros que enseñaban teología. Comenzaron como entidad propia a la que no sin algunos roces, se sumaron las órdenes religiosas que a su vez aportaban sus propios colegios. La organización, lógicamente, se fue haciendo mucho más compleja, sumándose colegios y facultades. Los grados más o menos valían igual, aunque según la facultad podía variar el nombre: Maestro, Profesor, Doctor (éste último era el menos usado), que querían decir que se podía dar clases en esa misma universidad. Sólo la intervención del Papa y algunas bulas fue obligando a que las universidades se reconocieran entre sí la potestad de graduar a personas capaces de impartir docencia en otras universidades sin tener que hacer allí los grados o pasar un examen para ello. No obstante, en ningún momento durante la Edad Media esto llegó a hacerse realmente efectivo. Siempre cada universidad mantuvo una enorme singularidad y autonomía. 
Lo único común en las primeras universidades era la representación que pudiera haber, en las Facultades de teología o por medio del Canciller (máximo cargo, por encima del Rector) nombrado por el Papa, de la Iglesia de Roma en el Occidente latino. Hay que decir que en el mundo árabe el proceso de formación de grandes corporaciones de estudio llevaba ya siglos, habiéndose llevado a cabo centros prestigiosísimos y admirables como la celebérrima Casa de la Sabiduría de Bagdad. Una teoría dice, recuerda Giner, que un modelo que imitaron las primeras universidades cristianas fue el ya viejo modelo de las universidades árabes. De hecho, en alguna universidad española se introdujeron cátedras de lengua árabe y hemos de recordar el papel del rey Alfonso X en este diálogo. 
Con el tiempo, la secularización se fue manifestando con la mayor importancia del cargo de Rector frente al de Canciller que en España no llegó hasta muy finales del siglo XVIII si mal no recuerdo (estoy escribiendo sin contrastar, de pura memoria, pero en su momento hice un post sobre la universidad y la educación en el siglo XVIII español que puede consultarse). La autonomía universitaria era tal que estos cargos tenían poder y jurisdicción casi absoluta sobre los profesores y estudiantes (salvo delitos castigados con penas de mutilación o muerte generalmente). El gobierno era llamativamente asambleario, formado por el claustro, que se componía de todos los profesores y los estudiantes, con voz y voto. Ellos elegían al Rector (cuyo cargo duraba pocos meses) e incluso, previamente, eran los estudiantes quienes llegaron a conceder permiso para dar clases a los profesores. Más tarde esta singular democracia participativa fue cambiando hacia órganos representativos, ya casi en el Renacimiento. 
Una universidad era un grupo de personas singularmente internacional que vivía en la ciudad que fuera, hospedado en colegios y hospicios, de profesores que debían permanecer solteros (por contrato) y estudiantes de muy diversas edades (de 13 años a casi 40) que podían pasar 16 años estudiando becados o mendigando, vistiendo uniformes característicos, unidos por “naciones” que tenían sus propios jefes, normas y residencias, que hablaban entre ellos latín y a medias aceptados y rechazados en las ciudades. Hacían viajes de hasta 30 días para pasar años malviviendo como estudiantes. Su vida era dedicada al duro estudio y a la muy gratísima juerga, como es ya tópico (en algunas residencias había un prostíbulo instalado en la habitación baja). Duelos, juego, en general formaban un grupo muy cohesionado que se proporcionaba gran ayuda mutua y afecto. Permanecían ligados a sus maestros, que de algún modo respondían de ellos. En el libro de Giner no hay datos, pero me gustaría alguna vez estudiar esta relación discipular, de maestro y discípulo en la Edad Media que tenía dos vertientes simultáneas: una de muy grande formalidad y distancia en las lecciones y otra bastante cercana y personal en la medida en que el maestro solía ayudar (a veces incluso económicamente) a los alumnos matriculados con él. Mujeres en esta época no había. Estaba terminantemente prohibido que la mujer estudiara, salvo en algunas facultades de Medicina.
Lo que hoy llamaríamos carreras eran cuatro: Artes, Leyes, Teología y Medicina. En la primera se daba un grado menor llamado Bachiller que daba acceso a las demás. Aunque las normas cambiaban en cada universidad. En Artes se estudiaba básicamente Gramática, música, Astronomía (y astrología). Las ciencias apenas tenían lugar y ni siquiera se estudiaban demasiado las obras físicas de  Aristóteles. En Leyes (Bolonia) competía el Derecho Romano o civil con el Derecho Canónico, según fueran centros fundados por reyes o por clérigos. El predominio de uno y otro variaba también según la zona. En España, el rey Alfonso X promovió el estudio del derecho “civil”. En Teología la autoridad era la Biblia y paráfrasis de los Padres muy usadas en la época, compendios de sentencias para estudiantes. Además, se estudiaba la lógica de Aristóteles. Y la medicina era Galeno, Hipócrates y los árabes. Una medicina con obligación de estar un año de pasante de un médico y de hacer prácticas con los campesinos (!). Las disecciones, tanto en el mundo árabe como en la Europa cristiana estaban muy restringidas (se solía permitir una cada año o dos años, que era todo un espectáculo al que incluso acudían mujeres). 
Al principio las clases eran en las mismas hospederías donde residían los estudiantes o lugares en catedrales y similares. Se dispersaba paja por el suelo donde se sentaban los estudiantes. Sólo el profesor se sentaba en una silla. Se empezaba muy temprano. Giner explica el método que yo no voy a detallar. Simplificando, diré que el estudiante aportaba un cuaderno para tomar notas (los famosos apuntes que aun hoy se toman en la universidad) y tal vez algún compendio comprado o alquilado a un librero. Los libros eran carísimos y muy escasos, lo cual va a determinar el estilo de enseñanza y el propio pensamiento, incluidos, creo, sus contenidos. 
En el mundo antiguo y medieval, especialmente en las épocas de carestía de manuscritos, hay una tendencia, tal vez, a lo memorístico, a retener una cultura libresca, de la profusión de datos y citas, a convertirse uno en un libro viviente (como los antiguos bardos celtas o poetas homéricos). A un nivel que hoy ni imaginamos. La gente, literalmente, llenaba su mente con textos que casi nunca tendría delante, que apenas veía en su vida. En realidad, se los dictaban. El profesor es lo que solía hacer. Leer en voz alta y dictar. Eso era casi todo el tiempo la enseñanza. A veces, dictaba un alumno y el profesor callaba, abuso que se intentó suprimir sin que se lograra, ante el enfado del gremio de los profesores en cierto lugar que menciona Giner. Pero, lejos de lo anecdótico y de la pesadez que evoca para nosotros esto, hemos de imaginar con apertura de mente, repito, lo que era un libro por entonces. Cuenta la anécdota don Francisco, ocurrida unos años antes de la fundación de las primeras universidades, el caso de un libro que se compró en cierto obispado aragonés o catalán a un judío para lo cual hubo de venderse varias fincas y casas. Eran objetos raros y carísimos. Tanto es así que cuando llegó la imprenta el mundo de la cultura, el pensamiento (las ideas, el estilo de pensar), la educación cambió sustancialmente. Tengo en mi biblioteca un suculento volumen de una monografía que precisamente estudia este proceso por el que algo tecnológico incidió profundamente en la cultura humana (La revolución de la imprenta en la edad moderna europea, de Elizabeth Eisenstein, 1983). El hombre produce un objeto que a su vez produce otro modo de ser hombre. Eso fue la imprenta y eso es hoy internet.
En la Edad Media los libros tenían que estar en la mente de los estudiantes. Eso y, un nuevo elemento de su educación: las largas disertaciones, las discusiones típicas de la escolástica, tanto en la versión de un monólogo del profesor como de diálogo con los estudiantes. Esto estaba reglado y se combinaban con las clases de dictado. La mente del estudiante era elevada o abstraída a un universo estrictamente conceptual, teórico, de deducciones y silogismos muy diferenciado del mundo más carnal, más vívido, que se apoyaban en los libros de Aristóteles y que se bifurcaba y desdoblaba ad infinitum. Aunque el empirismo de algunos textos de Aristóteles, sobre la política, por ejemplo, también llegó, por supuesto, a las discusiones medievales universitarias, y se puede decir, que a otras conocidas corrientes. Pero Giner resume todo en el aspecto más abstracto del pensamiento medieval, menos empírico. La cultura académica que describe era como un juego académico, sutil, que nos dejaría a mucho embobados, de palabras y palabras, un tejido de conceptos con el que podían enredarse tardes enteras. Esto era como un ejercicio e incluso distracción o actividad específica del intelectual de la época. Y digo bien, porque tal vez a lo que asistiríamos en dichas tardes es al nacimiento del intelectual, un nacimiento parejo al de la institución universitaria. 
Así pues, a la universidad medieval debemos los intelectuales en una primera versión como clase separada, muy bien diferenciada. Giner los califica como “clase media” (él no utiliza la palabra “intelectuales”) en la que tantas esperanzas depositaba. Elogia a esa clase media producto de la universidad medieval que, señala, acabaría reventando el mundo del feudalismo. Así, es en las universidades donde se gesta tamaña empresa: la modernidad. Nada menos y rompiendo muchos topicazos. Para Giner un pensamiento autónomo es capaz de romper los prejuicios del mundo encorsetado que lo precedió, y dicha autonomía ha de ser la de una clase social independiente (clase media universitaria, dice) que juegue a pensar y a forjar mundos y palabras, en una institución bien diferenciada que lo permita. Esa burbuja que en algunos momentos tuvo algo, sin embargo, de aristocrático (en las Partidas de Alfonso X se obligaba a tener privilegios y honores de Conde a los doctores en Leyes, creo recordar, lo cual hasta hoy viene siendo así, pues Derecho es la facultad típicamente escogida para que estudien los retoños de la nobleza), esa burbuja, digo, posibilitó de algún modo la creación de un mundo nuevo. Aquí, Giner no puede ser, obviamente, más intelectual y más clase media. En su praxis política y pedagógica hizo eso, creyó en eso. Bien es cierto que, como apuntamos, los métodos de una pedagogía propia de un mundo escaso de libros le repugnaba y deja caer que él, particularmente, educa sin exámenes (también durante los primeros siglos lo hizo en general la universidad o al menos con pocos exámenes y no por cada asignatura o materia), atiende primero a la experiencia, a las excursiones, etc. De esto habla en la primera parte de su libro a la que, debido a la extensión que ha tomado este post lamento no poder ahora referirme y espero hacerlo próximamente. Continuaremos matizando algunas cuestiones que hemos tan solo sugerido y apuntado.

Educación y filosofía

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