
El sociólogo Carlos Lerena, en su extenso libro Reprimir y liberar teoriza acerca de lo que ha sido sociológica y filosóficamente la educación, la forma contemporánea de educación. La educación hunde sus raíces en la crisis de finales de la Edad Media que inaugura un concepto y una institución (la universidad) que serán ampliados hasta el siglo XVIII cuando la nueva crisis producida por el mayor poderío del mundo burgués choque con el mundo del Antiguo Régimen (aristocracia e Iglesia). Lerena se apoya en el comentario de fuentes textuales de intención pedagógica pertenecientes a literatos, juristas, clérigos, ilustrados, en los que halla una cierta unidad en la medida en que todos son, según él, variaciones de la regula de San Benito que regulaba la institución del monacato.
El punto de partida de Lerena es la visión de la educación como instrumento del poder para configurar y crear a los sujetos que requiere. Evidentemente, el planteamiento es de resonancias nietzscheano-foucaultianas (aunque con pinceladas de Marx) que son también asumidas por una tradición en España de sociólogos e historiadores de la educación cuyos métodos apuntan al genealogismo. Esta forma de estudiar y concebir lo que ha ocurrido teórica y prácticamente en torno a la “educación” es de estilo deconstructivo y ha generado buenos estudios, como los de Julia Varela y otros. Sin embargo, el problema de esta veta del pensamiento y ciencia pedagógicos es el que heredan de Foucault, del Foucault más demoledor y deconstructivo que es su modelo y que se nos muestra sobre todo en Vigilar y castigar. En este blog hemos en su momento indicado algunas objeciones a este Foucault cuyos análisis disuelven y reducen el sujeto a ser víctima del juego de poderes, de las fuerzas que lo hieren, a ser huella o herida. Básicamente, se le puede reprochar a estos escritos de Foucault, dice Habermas en El discurso filosófico de la modernidad, el presuponer una normatividad sin reconocerla, pero usándola de hecho para elaborar lo que son juicios de valor. Se trata de una versión de la conocida contradicción performativa en la que incurren todas las filosofías más nihilizantes como es la del Foucault de los textos seguidos por estos autores españoles en su aproximación al fenómeno educativo y a la escuela.
Sin embargo, como queda registrado también en este blog, fue para mí un auténtico gozo descubrir a un Foucault que aborda, al final de su vida, la fabricación del sujeto desde un punto de vista positivo, como trabajo de sí mismo, como autocreación de la verdad y del propio sujeto que se sitúa ante ella. En este último Foucault se nos habla de un aspecto positivo en la tradición helenística grecorromana y en la tradición cristiana, de la que recoge precisamente ciertos aspectos de la ascesis que no significan necesariamente un ejercicio tiránico y destructivo, sino un camino para esculpirse el sujeto, para configurarse a sí mismo, siempre como respuesta ante el medio y ante el problema de la verdad. Así, la filosofía como ethos en un primer momento y el trabajo ascético en la época cristiana no hieren necesariamente o mutilan sino que construyen. Aquí Foucault mitiga un tanto su prurito deconstructivo y creo que inaugura un modo de ver la cuestión del sujeto y de la relación del sujeto con el medio, que ofrece un gran número de posibilidades para la pedagogía. Para Foucault, recuerdo, se trata de un ir contra la corriente (contra la paideia y los malos hábitos generados por ésta) para vencer ciertos hábitos y remodelarse a partir de otros. Si no aceptamos este aspecto afirmativo del proceso de subjetivización nos vemos abocados a tareas genealogistas que acaben por dejarnos en la más absoluta nada.
El estudio de la educación puede ser, por tanto, abordado desde una perspectiva más constructiva que la seguida por Lerena y sus discípulos. Debo dejar constancia, sin embargo, de que aun me resta por leer casi todo el libro de Lerena, aunque en las primeras cien páginas ya creo que ha planteado con claridad su raigambre en esta tradición genealogista-foucaultiana de trabajar identificando las fuerzas (poder) que intervienen en la constitución del sujeto en eso que llamamos educación.
Para él el juego iniciado en el Medievo con las órdenes monásticas es el de un cuerpo regulado y sometido que busca encauzarse rígidamente para inscribirse en la élite de una sociedad jerárquica. El monacato es ejemplo de esa regulación de la vida. El monje inaugura un código binario de parejas de opuestos como lo es el propio lema que rige su vida: ora et labora. Los monasterios son, según Lerena, realmente lugares para la vida reglamentada, alejada del mundo y bien diferenciada de otros modos de vida, e intelectual-contemplativa. El análisis de Lerena tal vez peca, me ha parecido, de acudir con excesiva facilidad a lo que casi es un tópico que como todos los tópicos es sólo verdad a medias. Creo que no se puede zanjar el complejo asunto de la vida monástica y del ideal monástico con generalizaciones o suposiciones fáciles. El monasterio aúna lo contemplativo y un muy críticoelemento de distanciamiento y retiro, en efecto, pero no olvidemos la segunda tanda del binomio: “labora”. Había un espíritu positivo de interacción con el medio, con los demás hombres, de trabajo, en un sentido amplio. El monje pretendía realizar, frente al anacoreta o ermitaño, un ideal comunitario y fundar un modo colectivo de vida en el que el trato con el mundo tenía su lugar. No todo movimiento de aristocrático distanciamiento tiene que servir al conservadurismo, sino que es elemento de toda actividad crítica. El monasterio puede ser visto, creo, también como productivo límite y como bisagra.
Bien es cierto que atendiendo a las prácticas, esto no ha sido siempre así y ha abundado el elemento conservador de separación clasista. Esto fue variando con las épocas y según las distintas órdenes. En torno al siglo XIII, por ejemplo, se dio la famosa polémica de la pobreza que impulsó a formas de vida más austeras a partir del surgimiento de órdenes como los franciscanos. Pero la austeridad podía ser vista como un proyecto de construcción del sujeto en relación siempre con un proyecto de mundo nuevo. El monje, según los casos pero muy claro entre los franciscanos, era bien consciente de estar en el mundo y de vivir para lo terrenal aun mirando lo celestial. San Francisco, relata el prestigioso historiador medievalista Le Goff, era hombre de acción y hombre de mundo con un gran carisma que utilizaba en la educación de sí mismo y de los demás para transformar el mundo y la Iglesia. No es cierto por tanto que un monasterio o convento tuvieran que ser un lugar oscurantista en el que el saber era algo eminentemente secreto y elitista. Había desde luego un obvio afán de distanciamiento en las órdenes, pero se puede interpretar desde el más auténtico espíritu cristiano que he explicado en el post de ayer. El mundo para ser más mundo puede requerir de ciertas negaciones. Es la dialéctica de la “distancia salvadora”, o mejor dicho, una de las dialécticas que tensionan al cristianismo desde sus inicios.
Pero Lerena parece enfatizar el elitismo del conocimiento auspiciado por los monjes, en el contexto de una vida escrupulosamente reglamentada y hecha de espaldas al vulgo. Desde aquí, ve la regula de San Benito hasta en los ilustrados, en la medida que donde se habla de educación o se educa se están poniendo en juego poderes y el sometimiento del sujeto a la “regla”. Aun más, el momento en que esto llega a su mayor exaltación será, afirma, la Ilustración. Para probar esto hace un seguimiento de las fuentes, como he dicho al principio, de manera que empieza destacando estos elementos elitistas y sobre todo dualistas propios de la nueva clase social de los intelectuales en Gonzalo de Berceo. Éste se propone en sus obras literarias educar (aunque emplea otros términos) a un vulgo del que sin embargo se esfuerza en distanciarse. En este movimiento de fuga es donde aparece la figura moderna del intelectual cuya misión será la de ser soldado de las sociedades de clases.
Aparece un énfasis verticalista con la generalización del sacramento de la confesión en el que se dice la verdad al tiempo que el sujeto hace penitencia y se purga de su error. Lerena llega incluso a ver aquí la huella del viejo socratismo griego, de la mayéutica. Es en ella y en el platonismo donde por primera vez aparece la pareja compuesta por estos términos indisociables: “reprimir y liberar”. Desde esta tradición, perpetuada por la Iglesia como estamos viendo, la educación va conformándose como un proceso e ideal que por un lado purga y filtra la “escoria” y por otro da rienda suelta a la esencia o la verdad (libera). El conocimiento tiene siempre algo de liberación (dar alas al espíritu) pero a través de la represión y el sometimiento. Con esto se relacionan formas de sociedad clasistas en las que la división social debe ser garantizada.
El momento culminante de esta noria de castigo y confesión, por un lado, y liberación o premio por otro lado, es el examen, cuyo origen está en los gremios. Lerena estudia algunos reglamentos y costumbres medievales (los espectaculares y públicos exámenes de cátedra en los que tras haber sido valorado por decenas de jueces tras horas de pruebas, el candidato salía a hombros a recorrer el pueblo) destacando cómo tienen esta forma de la represión-liberación y obedecen a un marcado ideal dualista. En el examen, auténtico rito iniciático, el discípulo aprende a constreñirse para sacar la verdad, una verdad que tras el sacrificio y la obediencia, lo transubstanciará, lo elevará a un nuevo nivel cualitativo de existencia social. Toda la universidad medieval obedecía a una emulación del mundo de la nobleza, siendo copia de la aristocracia en su funcionamiento, lemas e ideales. Con ella surge una nueva aristocracia del conocimiento que accede a la verdad al mismo tiempo que se diferencia del mundo, como Lerena destacaba que ocurría en los monasterios.
Al principio las universidades servían a las necesidades de la Iglesia. Las había de distintos tipos y fue en todas poco a poco adquiriendo más importancia la formación para profesiones “liberales” (notarios, médicos). Así, parece que se desdoblaron entre estudios de clérigos y para clérigos, y estudios profanos para sobre todo la carrera de leyes. Esta tensión se agudizó según la influencia de la Iglesia iba perdiendo peso en pro de la moderna sociedad capitalista, inaugurando una suerte de combate que hasta cierto punto todavía perdura hoy y que en el siglo XIX tuvo su punto álgido en España. La universidad parecía servir a dos amos: lo sagrado y lo profano. Con la mayor importancia de la burguesía, la universidad fue perdiendo su autonomía y centralizándose, reglamentándose en todo el territorio del reino. Alfonso X, por ejemplo, ya elaboró una ley que implicaba a la enseñanza. En el próximo post ahondaremos en todo este complicado proceso hasta llegar a otro tiempo bisagra: el siglo XVIII, que Lerena estudia con detenimiento.