
Tenía ganas de leer un buen libro sobre la era de las revoluciones que arranca de la Revolución francesa, especialmente tras el sospechosamente sensacionalista ensayo que leí en torno a las pasadas navidades (El Terror, de David Andress, ed. Edhasa) que casi consistió en un recuento de matanzas. Mi impresión es que aunque se apoyaba en fuentes que parecen ser las que todo el mundo maneja para conocer el día a día del llamado periodo del Terror revolucionario (1793-1794) y que desde luego resulta innegable que todo sucedió en un clima de guerra civil y de frecuentes purgas y represalias procedentes de todos lados, las interpretaciones y opiniones del ensayista coincidían con lo que adivinaba yo era propio de las interpretaciones y opiniones más conservadoras en torno a la Revolución francesa. Uno podía leer el desarrollo casi visual de los acontecimientos, muy bien narrado por cierto, pero echaba en falta análisis menos llevados por la ideología conservadora, tanto a la hora de abordar el Antiguo Régimen (cuyos reyes Andress pone de ejemplo de inteligencia, bondad y paciencia) como de los gobiernos revolucionarios (que el ensayista se empeña en retratar como fanáticos asesinos). Evidentemente había un sesgo en las opiniones, como casi siempre parece haberlo al tratar este periodo que todavía levanta ampollas y que dejó una marca indeleble en la historia universal, una marca que nos guste o no, es la que subyace a las modernas democracias, movimientos de independencia, guerras de liberación y revoluciones de todo tipo. Me faltaba, pues, leer otra narración que, además, tuviera la decencia historiográfica de acudir a datos económicos y poblacionales que hacen falta para comprender cualquier periodo histórico.
Esto lo voy logrando con la lectura de La era de la revolución 1789-1848, del historiador recientemente fallecido Eric Hobsbawm (Ed. Crítica, Barcelona, 2011, versión original 1962). Se trata del primer volumen de una serie clásica que este autor marxista dedica a la era contemporánea, con especial atención al siglo XIX. El volumen que estoy leyendo tiene dos polos o, más bien, dos revoluciones que él halla en profunda relación: la Revolución industrial (Gran Bretaña) y la Revolución francesa. En efecto, su mirada es bien distinta de la mirada conservadora del ensayo de Andress. Trabaja a partir de fuentes la mayoría secundarias, es decir, de estudios que recogen y analizan datos económicos, poblacionales, de los ejércitos y la guerra, de las comunicaciones, del comercio. Parece un trabajo serio que aunque es riguroso puede leerlo un profano en la historiografía profesional como lo soy yo, porque está bien narrado y resulta relativamente fácil de leer. En primer lugar, de hecho, Hobsbawm nos ubica en aquel mundo de finales del siglo XVIII que era desmesuradamente grande en un sentido: estaba lleno de zonas por explorar, muy remotas; y además viajar, incluso de las provincias a las capitales, podía costar semanas en incómodos, escasos y caros transportes. Las noticias tardaban a veces semanas o meses en llegar. Recuerdo que leyendo la biografía de Schopenhauer de Safranski el pasado verano me sorprendía cómo en Weimar se iban enterando con una tardanza de semanas, a veces por rumores (aunque había ya prensa, pero llegaba a muy pocos sitios y la leía poca gente), de sucesos de las guerras napoleónicas como el bloqueo de Inglaterra decretado por Napoleón o el desastre de la campaña de Rusia. De hecho, el propio Schopenhauer con sus padres viajó en diligencia por malos caminos (a veces los viajeros debía bajarse a empujar y ayudar a los caballos) a un puerto francés durante una semana sin saber a ciencia cierta si podrían coger un barco para pasar a Inglaterra, ya que no había noticias, y ciertamente, casi de milagro, logran subir al último que obtuvo permiso para partir hacia la isla desde un puerto francés.
Pero al mismo tiempo, el mundo era mucho más pequeño que ahora. Salvo que fueras alto funcionario del Rey (y los estados del Antiguo Régimen todavía mantenían sistemas feudales en los que muchas autoridades eran locales), militar o gran comerciante, la probabilidad de que murieras sin haber salido del sitio donde habías nacido era enorme. La gente nacía, vivía y moría en unos pocos kilómetros cuadrados y sólo conocía eso, a sus autoridades locales, su iglesia, sus tierras y poco más. La gran mayoría vivía en el campo y las ciudades eran casi todas tan pequeñas que en menos de cinco minutos podías ir del centro a pleno campo (aunque era bastante grande, esto ocurría también, como puede constatarse en algunos diálogos platónicos, en la Atenas clásica). Las grandes ciudades eran Londres y París, que si recuerdo bien el dato, tenía hacia 1789 unos 500.000 habitantes. La gran mayoría de la población era analfabeta y, como he dicho, la incipiente prensa llegaba mal y apenas a las capitales, siendo leída por escasísima gente, así que las noticias de más allá de donde uno vivía casi no se conocían. Tan solo los correos oficiales de los gobiernos tenían servicios veloces de postas y podían viajar algo más eficientemente.
Hobsbawm explica que la gran transformación del periodo que estudia fue la Revolución industrial. Analiza por qué sucedió en Inglaterra, con datos que demuestran el papel del algodón primero y del hierro y el ferrocarril después en el auge económico. La máquina de vapor y las nuevas tecnologías aparecieron primero, dice, vinculadas a la minería y aunque se diga generalmente otra cosa, no es el factor principal. Antes que nada, lo que tuvo que ver con el auge de la industria fueron transformaciones legales y técnicas en la explotación agraria que permitieron grandes excedentes de productos, de capital y de personas desocupadas que constituyeron la mano de obra de los primeros telares. O sea, primero hubo una revolución agrícola (p. 55).
Hobsbawm describe y explica la relación internacional de comercio entre zonas de producción primaria y esclavistas como América Latina o Estados Unidos y las zonas de elaboración de manufacturas como Inglaterra. Se dieron las condiciones para que en Inglaterra se pudiera hacer fortuna comprando en los mercados baratos y vendiendo en los mercados caros (sobre todo por las más rápidas que las terrestres rutas marítimas), todo lo cual se apoyó, desde luego, en el esclavismo, el colonialismo y en ocasiones la guerra para abrir mercados. Dentro de Inglaterra se empezó a regular con leyes todo esto, el funcionamiento de los primeros telares o talleres que reemplazaron a los gremios y talleres artesanales, y los propios dueños, aprendieron a jugar con los salarios para evitar por un lado que se les murieran de hambre los obreros (cosa que por lo visto llegó a ocurrir en cierta ocasión a no sé quién que cita Hobsbawm y que en su libro puede consultarse) pero por otro que bajaran el ritmo de producción debido a un salario alto. En estos cambios fue como se introdujo, como medida adecuada a estos fines de máxima ganancia, el trabajo infantil y de las mujeres.
En el capítulo 3 de su libro, Hobsbawm aborda, por fin, la Revolución francesa, dándome esa mirada distinta que, en efecto, confirma mis sospechas acerca de los numerosos prejuicios y tópicos que las interpretaciones más conservadoras tienden a manifestar sobre ella, al tiempo que ofrece su lectura que la relaciona con el liberalismo y la burguesía. Pero prefiero tratar esto en un post aparte. Es demasiado importante.