
Según uno lee más sobre lo acontecido en la Revolución francesa va percatándose de la enorme importancia que ha tenido, ya sea como perpetuo miedo para los regímenes más conservadores o reaccionarios, ya como modelo para los posteriores movimientos revolucionarios. Grande fue su desmesura, si incluimos las campañas napoleónicas, que instaló principios revolucionarios en una extensión internacional sin igual desde el Imperio Romano, o grande también el tesón probado en tantos años de tenaz resistencia por parte de acosados gobiernos en medio de guerras civiles y de la embestida de potencias extranjeras (1792- hasta campañas napoleónicas), o querer cambiar todas las facetas de la vida humana. Grande fue, en fin, la arrogancia de un atrevido proyecto de transformación que por primera vez en la historia pareció irrumpir de los libros y de las imaginaciones de utopistas para adquirir cuerpo y realidad con la virulencia de una erupción volcánica. Todavía hoy se suceden las interpretaciones y uno percibe que despierta animadversiones y ciertos miedos, miedos que no pueden negar el hecho de que el abismo revolucionario sea lo que verdaderamente cimenta muchos de los sistemas políticos y democracias, con todo su arsenal jurídico y retórico, actuales.
Las ideas de la Revolución francesa fueron las más avanzadas de la época, es decir, las del liberalismo, formuladas por los filósofos y economistas y propagadas por asociaciones diversas y logias masónicas. En ellas se fue dibujando una clara quiebra respecto a un mundo viejo de carácter feudal y tradicionalista que era el del Antiguo Régimen. Si uno desea una pintura sencilla y rápida de este panorama ideológico, aconseja el historiador Hobsbawm atender al inocente mensaje de La flauta mágica de Mozart(1791) o a la famosa Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (1789). Especialmente este documento encaja, indica Hobsbawm, con un hombre liberal burgués que “no era un demócrata, sino un creyente en el constitucionalismo, en un Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada, gobernado por contribuyentes y propietarios” (p. 67). No obstante, se proclamaría con inflamada retórica que el régimen pretendido representaría la voluntad general del “pueblo” que equivaldría a la “nación francesa”.
Aunque el carácter no solo de la Revolución francesa sino de las distintas revoluciones que estudia Hobsbawm hasta 1848 es liberal y burgués, e incluso, señala, puede tener componentes aristocráticos frente a algunos regímenes absolutistas, las fuerzas en juego son muy amplias. No habría habido revolución, creo tras haber leído algo sobre el tema, si no hubiera habido sans-culottes, con los que especialmente Robespierre, en los años 1793-94, la Comuna y otros organismos revolucionarios, debieron contar. Hubo, leía hace casi un año yo en el ensayo que mencionara en el anterior post de David Andress, incluso una moda que imitaba los usos populares (grandes bigotes, ropa sencilla, amamantar en público a los niños, etc.) e incluso estilos lingüísticos propios de los sans-culottes (Robespierre dejó de utilizar el Usted, el Vous tan frecuente en la lengua francesa, en sus escritos oficiales, generalizándose el tuteo). Ciertamente, también lo señala Hobsbawm y añade la clase de los campesinos sometidos a leyes anacrónicas y a una racha de malas cosechas. De hecho, el campo acabó siendo completamente reestructurado con la revolución francesa, siendo una de sus consecuencias tal vez más destacables y duraderas a lo largo de todo el siglo XIX en Europa (herencia de estos cambios que incluían la expropiación de tierras de la Iglesia fueron las discutidas y no muy afortunadas desamortizaciones en España, ya a mediados de siglo).
Los acontecimientos son bien conocidos. Había un malestar creciente que el rey intentó apaciguar convocando a los tres estados que no se reunían desde hacía varios siglos (Estados Generales), entre los cuales, en torno a sus representantes, se dio un movimiento social en el que el tercer estado acabó explotando de descontento, ante varias hambrunas, malos inviernos y las maniobras del rey. El papel del rey y de su esposa es juzgado con bastante mayor dureza por Hobsbawm (p. 69) que por Andress, en la medida en que su obstinación y falta de visión (como le ocurrió al zar Nicolás II en febrero de 1917, cuya única solución siempre parecía ser la mano dura, lo que le costó la corona y poco después la vida) provocó lo que podía haber evitado con algunas concesiones, como haberse proclamado monarca constitucional al estilo inglés. Todo precipitó la toma de la prisión política del régimen: la Bastilla, el 14 de julio de 1789. La toma de un símbolo (cuyas ruinas yo busqué ingenuamente por cierto en mi primer viaje a París siendo muy joven, y no las encontré, porque en la Plaza de la Bastilla, de la Bastilla sólo queda el nombre) propagó el incendio por las provincias, ciudades y campo. En pocas semanas, el estado feudal cayó en pedazos, aunque el feudalismo no se abolió en términos legales finalmente hasta 1793. Las administraciones municipales y provinciales empezaron a organizar “guardias nacionales” (milicias de burgueses armados). Pero comenzó el juego entre moderados y masas radicales. Como suele suceder, se establecen dos alas, entre las cuales, las burguesía se dividió. La burguesía y pequeña burguesía que apoyó a los desharrapados (o se apoyó en ellos) llamados sans-culottes de París constituyó el “partido” jacobino que acabó venciendo al “partido” girondino, menos radical.
En realidad, los jacobinos jugaban con los sans-culottes, porque éstos eran mucho más radicales. Los sans-culotteseran los constructores de barricadas, los amotinados de los suburbios de París, organizados en “clubes” políticos locales, como fuerzas de choque de la revolución. Sus ideólogos eran Marat y Hébert, periodistas y oradores, que formularon más o menos una política “tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria, en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria y libertaria, localizada y directa” (p. 71). Esta tendencia, señala nuestro historiador, se observa también en Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana), el radicalismo inglés, mazzinianos y garibaldinos en Italia, etc. Pero el juicio de este autor es duro. Considera el sans-culottismo un elemento retrasador del avance histórico, lejos de ser una verdadera alternativa, que puso obstáculos al desarrollo de la economía francesa y que sólo justifica la desesperación. “Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo condenaba a muerte.” (p. 71).
Entre 1789 y 1791 la Asamblea Constituyente comenzó una tarea ingente y asombrosa de racionalización y reforma que abarcó desde la instauración del sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos, hasta distintas medidas económicas y de secularización y venta de tierras de la Iglesia y la nobleza emigrada. En realidad, no se pretendía ir contra la Iglesia sino contra su adscripción al Antiguo Régimen. De hecho, los sacerdotes se dividieron entre rebeldes o fieles a la República (según juraran o no fidelidad a la misma). Por otro lado, el republicanismo fue desencadenado por el propio rey tras su intento de huida en 1791 y posterior detención en Varennes.
Pronto llegó la guerra exterior porque las potencias extranjeras comprendieron el peligro de contagio revolucionario, junto con las conspiraciones de los nobles emigrados. Era cierto que, como indica Hobsbawm, en la revolución, como en todas las revoluciones, había un ímpetu de extenderse presente en la facción girondina predominante hasta el ascenso jacobino. Este ascenso llegó, parece, por el esfuerzo de guerra que hubo de producir a la primera guerra total de la historia, es decir, una guerra revolucionaria de movilizaciones masivas, racionamiento, economía de guerra rígidamente controlada, militarización, con un Estado omnipresente y centralizado (que por cierto chocaba con el ideal más autogestionario y federalista de los sans-culottes, lo que no impidió el absoluto apoyo de éstos al Estado fuerte del periodo del Terror). En aquella época esto era una novedad que surgió ante la incapacidad girondina de gestionar una guerra con las potencias de la contrarrevolución con los medios convencionales (el ejército estaba destrozado). Hoy esto lógicamente ya lo leemos de otra manera y despierta un razonable horror. De todos modos, sin que ello lo justifique, el Terror de 1793-94 no fue sin más, sino que surgió en medio del esfuerzo de la guerra total a la que se vio obligada la Francia revolucionaria. Es decir, el modelo de estado revolucionario jacobino llegó para una guerra y la guerra, a su vez, alimentó dicho modelo de estado. La tensión entre girondinos más moderados y jacobinos autoritarios terminó con la instauración de la República jacobina gracias al apoyo de los sans-culottes el 2 de junio de 1793.
La imagen del periodo jacobino es terrible, pero sospecho que aquí hay un sesgo conservador interesado en destacarla como periodo de masacres y matanzas terribles. En efecto, Hobsbawm demuestra con datos (p. 76) que dicho periodo no ha sido el peor ni mucho menos en la historia en lo que a masacres se refiere. La propia represión contrarrevolucionaria de la Comuna de París en 1871 fue mucho más sangrienta. Ha habido represiones conservadoras de movimientos sociales que han llenado en abundancia las calles de sangre y desde luego en el siglo XX hay notables ejemplos de terrores de todo tipo que casi empequeñecen el terror jacobino. Así que la insistencia en el carácter histérico y cruel de las purgas y ejecuciones de los jacobinos debe ser matizada y sopesada a la vista de la historia en su conjunto. Insistamos en que el gobierno jacobino se hallaba inmerso en una guerra que estaba perdiendo a todas luces, dentro y fuera, con varios departamentos en rebelión, acosado por Inglaterra y otras grandes potencias en las fronteras, por excelentes ejércitos regulares, por guerrillas en territorios de sus provincias. Era un régimen débil que ningún gobierno en Europa quería y que dentro de su país libraba una guerra civil. Fue prácticamente un milagro que lograra mantenerse en pie. Aquí de nuevo, y sin que esto justifique el terror como tal, debemos interpretar el periodo jacobino en el contexto de un esfuerzo de guerra total para que el nuevo Estado sobreviviera.
Recordemos además que en este periodo se tomaron medidas económicas que al abandonarse, a la muerte de Robespierre, produjeron un desbarajuste económico. Robespierre, como personaje influyente en el Comité de Salud Pública que a su vez influía en la Convención Nacional, dirigía férreamente la economía cuando hizo falta (aunque el ideal liberal aconsejaba lo contrario) y mantuvo el control en medio de un caos en el que la propia existencia del Estado francés peligraba. Se proclamó una avanzadísima constitución democrática y se abolió la esclavitud, hasta el punto de casi apoyar la independencia de Haití, su propia colonia. Parece que Robespierre se apoyó sólo en las masas. Su poder era carismático. Era un fervoroso admirador y lector de Rousseau, rígido de costumbres, algo dandi y anticuado en la moda (usaba peluca empolvada de un estilo que ya casi nadie usaba), impresionante orador, llamado con razón el Incorruptible, y sobre todo seguidor de un ideal (con todo lo que esto implica). Era el puritanismo revolucionario frente al girondino Danton, el cual representaba al pícaro que también prospera en tantas revoluciones y que en algún momento de máximo fervor suele ser derrotado por el puritanismo de los Robespierre, dice Hobsbawm. Robespierre hizo de la revolución una religión (hasta extremos increíbles, literalmente, porque ofició liturgias y procesiones inspirado en los escritos de Rousseau), era austero, vivía en una habitación alquilada, no se enriqueció con la revolución, (Danton se dio al buen comer y a la buena vida). Marat, Robespierre y el joven Saint-Just constituyen una suerte de inflamada trinidad que todavía hoy, ciertamente, nos perturba, con un raro magnetismo, tan sublime como peligrosa, de incendiaria prosa, en la que lo mismo se alzan los mejores sueños de la humanidad como la brillante hoja de la guillotina. Todo este vértigo revolucionario pareció acabar el 27 de julio de 1794 cuando Saint-Just y Robespierre fueron ejecutados por la Convención, junto con ochenta y siete miembros de la muy revolucionaria Comunade París. Se trataba de lo que más tarde se conoció como la revuelta del mes de Termidor.