
La teología, como la filosofía, pues es claro que ambas transcurren paralelamente, parece estar en el último siglo de vuelta de los grandes modelos afirmativos metafísicos. Esto es ya algo muy comentado a estas alturas y que podemos remitir a las consideraciones de Heidegger, por ejemplo, en torno al mal de la ontoteología. Este mal ha sido diagnosticado por supuesto también por los teólogos que suelen remitirse, entre muchos otros, a Heidegger. Pero como decíamos en el último post, la cuestión es anterior a Heidegger y lleva siendo en realidad formulada y sugerida por la propia teología cristiana y judía desde hace varios miles de años. Tanto es así que diría, aunque no guste a algunos, que la teología en esto ha precedido y va señalando el camino a la filosofía, al contrario de lo que asevera el filósofo del ser. Hay, en este sentido, una tradición afirmativa cuyo mayor exponente podría ser Tomás de Aquino y una tradición negativa que ha sido peligrosamente irracionalista a veces (Tertuliano) pero sobre todo una tradición del señalar el límite, de incluso poetizar, y de sugerir o indicar sombras, terrenos vedados e impresencias, antes que decir. Como precedentes notables está el Maestro Eckhart y Nicolás de Cusa (Docta ignorantia), pero aquí entraría gran parte de la tradición mística e incluso, me atrevería a relacionar, la tradición pobre, humilde y miserable dentro de la religión y la teología (Francisco de Asís, los fraticelli y hasta cierto punto algunos elementos de los teólogos de la liberación). Se trata de un hacer teológico como sombra del pensamiento filosófico más negativista en sus muy diversas versiones, de las que yo prefiero Lévinas o, en otro estilo, Foucault o incluso Adorno. No son pensadores que necesariamente nieguen el pensar, sino que lo entienden como un diferenciar, escindir, callar, decir entre líneas, andar por los límites a veces forzándolos que en la filosofía ha llegado tal vez a uno de sus extremos con Derrida. Pero creo que uno puede situarse en una tradición francamente ilustrada y a la vez protestar contra los excesos de la metafísica de la presencia, del pensamiento más afirmativo, de las grandes construcciones y sistemas metafísicos.
En este lugar crítico (de crisis) se sitúan, creo, las reflexiones o sugerencias de Juan Antonio Estrada en su libro El sentido y el sinsentido de la vida. La buena filosofía comienza cuando todo se derrumba, cuando el hombre crece, cuando se madura y se muere, que es lo que viene a ser la madurez. Estrada repasa exhaustivamente toda la tradición más afirmativa en la teología cristiana (aludiendo a veces a la judía), que es la que se ha esforzado en casar a Dios con nuestra razón, plenamente, lo que implica, si hablamos del todopoderoso y bueno Dios cristiano, que ha intentado salvarlo de las impugnaciones y sospechas generadas por un mundo que está lejos de ser el mejor de los mundos posibles. Estrada cree que resulta imposible, por ejemplo, la teodicea, o justificación de Dios ante el sinsentido y el mal presentes en el mundo. Sin embargo, este grave problema para la razón se ha intentado resolver racionalmente a lo largo de toda la historia del cristianismo. En esta historia hay dos grandes explicaciones que Estrada estudia a fondo y rechaza: Agustín de Hipona y Leibniz. Aquí no es posible exponer el profundo y largo estudio de Estrada, por lo que remito a su libro. Pero sí quiero señalar la significativa conclusión, terrible a mi juicio, a la que llega.
Por un lado el hombre no puede dejar de razonar y lo que hace Estrada en su libro es eso, razonar, dar razones, emprender análisis de la realidad que le preocupa. Y no desiste en su fe en la razón (jamás llega a defender abiertamente un contundente y desesperanzado irracionalismo, que él halla lleno de peligros prácticos), pero ciertamente tras su estudio esta fe ya no puede ser la misma (ambas fes: la fe cristiana y la fe en la razón). El hombre topa con límites en el uso de su razón finita, y por tanto, siempre fragmentaria, aproximativa, parcial. Pero, como indicaba Kant, no le es posible dejar de intentar el ir más allá de tales límites, el buscar, el inquirir permanentemente. En esta constante indagación ha sido lógico que el hombre haya intentado resolver racionalmente los muy serios problemas teóricos (y prácticos) que planteaba la fe cristiana, la fe en el Dios cristiano. Por desgracia, la realidad se impone y la justificación de Dios ha llegado a ser injustificable, indefendible. Al hombre, pues, sólo le quedaría seguir razonando, pero a sabiendas de que los graves asuntos de la teología afirmativa, el intento de captar y explicar a Dios, ya no se van a resolver jamás. Hay demasiadas objeciones y el ateísmo humanista se presenta también como una hipótesis verosímil y razonable, que plantea iguales problemas, eso sí, en cuanto a la constitución de un sentido afirmativo para la vida, que la teología.
Ante el descomunal fracaso de la ontoteología surgen distintas posibilidades. Tal vez una sea, como ocurre en filosofía, la revitalización de las diferentes formas de teología negativa pero, en la propuesta moderadamente ilustrada de Estrada, sin abandonar el uso de la razón a sabiendas de sus limitaciones. Hay que resignarse, cree él, a no obtener una respuesta que de manera tajante y definitiva salve a Dios. La teodicea ha sido un intento de salvar a Dios a costa de machacar al hombre (pensemos en la teoría de la retribución, el pecado original según la interpretación de Agustín, etc.). Ha importado más Dios que el hombre, pero cuando uno adopta un espíritu cristiano, evangélico, sabe que Dios no puede afirmarse en detrimento del hombre. Han pasado, también, demasiadas cosas que han dejado una honda herida en occidente: el Holocausto pasa por ser el paradigma de ello. La realidad brutal no casa, sencillamente, con el Dios cristiano, y a partir de ella, del imperio del mal, se ha podido tanto fortalecer la fe como perderla irremisiblemente y con buenas razones para ello.
La “solución” de Estrada es la de poner el acento en algo que ha hecho del cristianismo una religión singular: su apuesta por el fracaso y el sufrimiento como el lugar donde se encontraría la divinidad acompañando pero sin resolver nada ni intervenir milagrosamente en la historia. Hay una suerte de presencia que no se da como cosa del mundo y que respeta las leyes del mundo, pero que está ahí, misteriosamente. Este es el sentimiento más puro u originariamente religioso, el que tal vez los primeros seguidores de Jesús, identificaron, creo yo, con la resurrección. La cruz fue un ominoso fracaso que impugnó toda la mentalidad triunfalista de la religiosidad judía o pagana de la época. Un Dios, sencillamente, vence al mal, es capaz de eliminarlo, y no muere en la Cruz. Pero el cristiano sigue a un Dios con un proyecto ético concreto que fracasó estrepitosamente. Dios, el Dios al que se reza, apenas sino se dejó sentir, acaso como brisa, en el Gólgota, sin impedir la Pasión que vendría. Incluso el resucitado, en las imágenes de Él que se pintan, sigue ostentando los estigmas o heridas, porque hay algo real, positivo e imborrable en el mal, algo que no ha podido ser jamás, según Estrada, casado bien con la divinidad buena y omnipotente asumida por el cristianismo. Hay un terrible silencio de Dios, y un silencio de la razón, que apenas resisten la impugnación de una facticidad histórica o cósmica en la que reinan la injusticia, el dolor y la muerte. Dice Estrada: “El porqué del silencio y la no intervención divina no tienen respuestas. Como tampoco la facticidad de una creación marcada por el dolor y el sufrimiento. No conocemos el origen del mal, ni su significado global, ni por qué el creador y providente no acaba con el mal” (p. 236). Dios sería un sinsentido, un problema irresoluble, una hipótesis injustificable desde un plano racional que pretenda captar y explicar, lo más sistemáticamente posible, la realidad, incluyendo la relación de dicha realidad creada con su Creador. Así que la razón fracasa.
Pero para quien elige creer hay razones débiles, prácticas (como para el humanista ateo que ha llegado a su ateísmo en gran medida por el horror de la continua victoria y presencia del mal en la historia y la realidad). De un modo similar a Kant, Dios puede tener sentido en el plano de la razón práctica, pero ya no como postulado que acaba siendo integrado de nuevo en la razón de la que se le había echado, sino como una suerte de modelo ético, de referente, que indica una praxis concreta que el cristiano adopta en lo que se ha llamado “seguimiento de Jesús”. Lo único que resta al cristiano es combatir el mal sin pretender explicarlo, sin reclamar la resolución de un problema que no tiene solución definitiva. Así, la fe es una cuestión eminentemente práctica, o sea, ética. Dios, el Dios al que se reza, sería una especie de acompañante, de impresente presencia, que puede motivar para luchar contra el mal en la medida de lo posible y con nuestros únicos poderes humanos. Esto puede ser un momento levemente afirmativo, de presencia, pero ya no de una presencia plena, totalmente iluminada por la razón. Dios, como señalaba Tillich, no anula la razón (frente a Tertuliano) pero sí la desborda, situándose en un plano diferente, más allá de ella. Y es desde ahí, sin intervenir milagrosamente (la oración de petición y las alabanzas, por ejemplo, tienen un valor como formas de hacerse consciente de la presencia de Dios, pero evidentemente no influyen en Él, que no necesita ni la adulación ni el ruego para actuar). Por lo que sea, Dios calla. No quiere, acaso, en su modo “providente” entrar en conflicto con el “creador” que ha constituido un mundo inacabado, finito, evolutivo, mudable y siempre por hacer, pero con unas reglas, con unos márgenes. Esto es un desafío a la racionalidad humana, que nunca podrá justificar la existencia de un Dios todopoderoso y bueno con la chapuza que parece ser su muy cuestionable creación. La objeción de Iván Karamazov ante un mundo en el que existe el sufrimiento de los niños (dice conmovedoramente a su hermano Alexei que desea devolver el billete y bajarse de este mundo, pues no es tanto a Dios a quien rechaza, sino a un mundo terrible e irracional) no puede contestarse.
Lo propio, entonces, del Dios cristiano es la paradoja, la incomprensibilidad y en algunos momentos su lejanía (tema exacerbado por el protestantismo de Lutero). Señala Estrada un cierto carácter en efecto paradójico, dialéctico, en Dios: “El Dios del Crucificado desafía la racionalidad, es una locura que invierte la historia” (p. 237). En esta interpretación sí podemos, creo, asumir el tertuliano “Credo quia absurdum”, en cuanto que Dios subvierte la razón y no responde totalmente a los deseos y proyecciones humanos, no es lo que ni cómo nos gustaría. Siempre existirá un Job que le reprochará lo que permite. La opción, sin embargo, “madura”, según Estrada, es la de aceptar que existe el mal y que existe la muerte. No es tanto el muy humanamente comprensible grito de Job (o del propio Jesús en la cruz increpando al Padre por no evitar el mal) sino el combate contra el inexplicable y jamás vencido mal. Se trata de una solución práctica que yo veo semejante a la del último Camus (el Dr. Rieux, humanista ateo que cura los cuerpos afligidos, actúa mejor que el sacerdote que trata de abordar la epidemia sólo con misas y oraciones). Pero el creyente vence de algún modo tampoco muy claro el absurdo de un mundo sinsentido en el que se sitúa Camus, ya que entiende que hay una forma débil de sentido, no teórica ni metafísica, sino práctica (ética). La diferencia entre el Dr. Rieux y el cristiano en realidad es poca, pero hay un cierto grado de injustificable confianza en el creyente que puede motivar, acompañar y dar fuerzas en la lucha contra el mal o el sufrimiento. No obstante, de Dios, del mismo Dios, ya no podemos decir ni razonar nada. La última frase del serenamente conmovedor libro de Estrada es: “Dios es siempre un referente buscado e impugnado, sin un sistema racional que lo demuestre ni una hermenéutica global de sentido que responda a la pregunta intuitiva del porqué del mal” (p. 238).