La muerte de Robespierre


«Lo que más siento es tener que irme antes que esa rata de Robespierre»
Maria Antonieta, instantes antes de su ejecución.
  
Peter McPhee concluye su biografía de Robespierre, recientemente publicada en castellano (McPhee, Robespierre. Una vida revolucionaria, Península, Barcelona, 2012), con un breve repaso de las emociones que evoca su nombre en Francia, en su localidad natal (Arrás) y en Europa o Estados Unidos. De los datos que aporta, uno extrae la obvia conclusión de que todavía resulta un personaje non grato, no demasiado políticamente correcto a la hora de ser usado como nombre para una calle, organismo o institución. El caso más extremo es Arrás, en el que su busto tras un homenaje hace décadas, todavía se guarda bajo llave y está constantemente amenazado. Allí, en la época del Terror se llevó a cabo una auténtica sangría en la que Robespierre no tuvo participación directa, pues estaba en París, sino que, como ocurrió en otros lugares de terribles masacres (Lyon, La Vendée, etc.) fue responsabilidad directa de emisarios enviados para controlar “conspiraciones” y a la contrarrevolución en las regiones más levantiscas contra la República. 
¿Qué había ocurrido para llegarse a este punto? Todo se había complicado con los planes de remodelación que la República, exacerbados en el año II del calendario republicano (1793-1794), decidió llevar a cabo. Por un lado, se acometió un ambicioso programa de “descristianización” (aunque Robespierre, según la opinión de McPhee no era en esto muy radical y le hubiera gustado mantener un ritmo más suave en la transformación religiosa) que obligó al exilio a miles de sacerdotes y condujo a la muerte a algunos. Las parroquias e iglesias quedaron sin curas, incluso, por lo que he leído, a pesar de que años atrás parte del clero había jurado fidelidad a la República y fueron considerados funcionarios civiles con deberes hacia el Estado. Además, se emprendió una amplia transformación ideológica y cultural, que se concretaron en al menos dos planes de educación pública que no llegaron a efectuarse, el de Condorcet y uno posterior ideado por el propio Robespierre en algún borrador (dedicaré a estos planes una serie de posts en este blog, pues merecen ser estudiados y analizados muy detalladamente. El plan de Condorcet está publicado en castellano en la editorial Morata); pero sobre todo se creó un nuevo culto pseudoreligioso al “Ser Supremo” que visto hoy día rozaba lo ridículo y era francamente grotesco. 
Robespierre cometió un grave error político cuando se situó en una celebración llena de simbología ilustrada-rousseauniana como sumo sacerdote de esta nueva religión en cierta fecha señalada. El pueblo de París a principios del verano de 1794 (casi medio millón de personas, sans-culottesla mayoría y jacobinos resentidos con Robespierre unos y fieles al mismo otros!!!) se agrupó en el Campo de Marte a escuchar un inaudible (obviamente) discurso a la enorme masa de un Robespierre que ensalzaba los valores de la segunda Declaración de los Derechos del Hombre que había redactado él mismo (mucho más acorde, por cierto, con los tratados actuales) y con la Constitución que aguardaba ser rescatada del cofre donde se mantenía oculta mientras durara el “estado de excepción” que hoy conocemos como el Terror (en aquel momentos ellos no lo llamaban así). Aquel acto exacerbó las divisiones en la convención y entre los propios jacobinos que captaron el peligro y el posible delirio de un Robespierre cada vez más obsesionado con las conspiraciones contrarrevolucionarias. En ese verano las ejecuciones en la guillotina llegaron a un número verdaderamente espantoso, a decenas (casi cientos) en algunos días. Caían supuestas tramas enteras. Una mujer que intentó matarlo colándose en la casa de los Duplay donde se hospedaba Robespierre con sus hermanos, acabó arrastrando con ella a la muerte a casi ochenta personas si mal no recuerdo (si el lector tiene interés le ruego contraste el dato porque mi memoria cada vez es más mala). 
Robespierre ciertamente había cambiado. Era una persona enfermiza que seguía un ritmo frenético de pocas horas de sueño, poco alimento (devoraba naranjas pero comía ciertamente poco y bebía algún café que le preparaba Madame Duplay). Sus facciones en la juventud recordaban, decía un enemigo político, a un gato doméstico, más tarde a un gato de monte, y ya al final, cuando todo eran persecuciones y guillotina, a un tigre. Vivía en un segundo piso de la casa de tres pisos de los Duplay, donde guardaba documentos y sus libros, entre otros, de su adorado Rousseau. En la época en que fue presidente o miembro del Comité de Salvación Pública (una parte de diputados de la Convención elegidos provisionalmente para hacer las veces de gobierno y que se repartía competencias con el Comité de Seguridad Pública y el temible Tribunal Revolucionario) no salió de París, ni siquiera del sector que iba de la Comuna al palacio de las Tullerías a la casa de los Duplay. 
Para explicarme cómo se dio el asombroso giro que se manifiesta sobre todo en el paso de la defensa de la abolición de la pena de muerte a la justificación cada vez con más argumentos y casuísticas de la aplicación de la pena capital (que justificaba como mal necesario), o la defensa a ultranza de la libertad de prensa a la censura de prensa que al final llegó a concluir que había que ordenar (en efecto, los periódicos realistas fueron progresivamente cerrando a lo largo de 1794), me he resistido al recurso, como señalé en el post anterior, de fáciles psicoanálisis de andar por casa. El Terror de la Francia revolucionaria puede tener un origen personal o psicológico, parcialmente, en la medida en que hay por medio hombres y en todo lo humano obra lo psíquico. Puede de hecho explicarse por los actores concretos que entraron en juego dentro de la trama política de altura. Pero leyendo seriamente la historia de la época y la biografía de este personaje queda claro, y en esto coinciden me parece todos los historiadores (por lo menos así lo manifestaba Hobsbawm), que la clave fue la guerra. 
Que la revolución degeneró hacia un terror de Estado es evidente. Que la causa en gran medida fue el fortísimo acoso bélico de grandes potencias que amenazaban con un exterminio atroz de la población de París (véase las durísimas amenazas del Duque de Brunswick de encarnar el Sena con la sangre de los parisinos, las cuales crearon una auténtica histeria entre la población). Francia se hallaba acosada en el sur por España que ocupó algunos enclaves con fuertes represiones a la población, por Austria, por Prusia, por Inglaterra e incluso por toda la zona de los Países Bajos. Los ejércitos del Norte llegaron casi a ocupar Arrás, la patria de Robespierre, y estuvieron siempre muy cerca de París. El gobierno republicano se hallaba realmente amenazado y muchas de las conspiraciones eran ciertas. El país se hallaba lleno de extranjeros que decían ser desertores de los ejércitos invasores y que crearon la sensación de tener espías en el propio territorio. Para ganar una guerra así, Robespierre, que quería salvar a toda costa su proyecto republicano y revolucionario, se inventó lo que el siglo XX ha hecho cotidiano: la guerra total, el Estado de Guerra; es decir, la suspensión de las libertades como sacrificio para que todo el país se movilice en masa y colabore en la empresa bélica. Eso fue la época del Terror. 
El terrorismo de Estado fue el instrumento y el exceso, ciertamente, de esa situación causada por un asediado gobierno fuerte que hubo de concentrar el poder renunciando a sus propios ideales democráticos. Esto por lo que fuera adquirió un tinte paranoide, tal vez, en la psique de Robespierre que, ciertamente, se fue convirtiendo cada vez más en un perseguidor de conspiraciones que echó mano del recurso de la fuerza. Pero no fue él solo. Como suele ocurrir en estos casos, y lo digo lleno de horror, él no presenció una sola ejecución ni vio jamás alzarse la guillotina salvo el día de su propia muerte. No dirigió directamente operaciones de purgas o represión ni ordenó demasiadas detenciones. Incluso parece que manifestó, señala McPhee, algún desagrado con el modo de proceder del Tribunal Revolucionario o algunos Diputados en misión (enviados en representación de la Convención a las provincias para depurar y controlar). De todos modos, y al margen de las culpas, lo que nos interesa es cómo él justificó ideológicamente su giro. Si es que fue giro; porque alguien pudiera pensar que en su pensamiento anterior, en su pathos revolucionario, ya estaba todo esto. En este sentido ¿Hay este peligro de cruzar la línea que no debe cruzarse jamás, en el pensamiento exaltado o pathos revolucionario, como yo lo he llamado? ¿La exaltación ayuda o hace peligrar? ¿Es el peligro el lugar donde hemos de situarnos o es el peligro justo el lugar de la caída? En el peligro, decía Hölderlin, está lo que salva… pero acaso hay en él una cierta ambigüedad siniestra, una sombra-luz que en figuras como Robespierre parece enloquecer. Que era un hombre virtuoso no cabe duda. Que se creyó demasiado su virtud, tampoco cabe duda… y esto lo observaron muchos en su tiempo. Era, sobre todo, obstinado, y a pesar de su cambio a partir de 1792, sí es posible que siempre fuera el mismo, básicamente. 
Para comprender esto una de las mejores cosas que podemos hacer es acudir a su más famoso discurso. Lo pronunció en 5 de febrero de 1794 y fue un informe titulado “Sobre los principios de moral política”. En este escrito sigue la estructura del segundo discurso de Cicerón contra Catilina en el que contrapone las virtudes de la República con los vicios de la tiranía. Sólo un gobierno democrático y republicano puede alcanzar un estado virtuoso que describe con inflamado verbo, contraponiendo opuestos en una larga enumeración. Pero, en lo que fue un característico juego de por un lado acercamiento y por otro toma de distancias en relación con los temidos sans-culottes, Robespierre ya matiza su anterior afán por las versiones más participativas y directas de la democracia (los sans-culottes, incluido un gran número de mujeres fuertemente militantes, irrumpían en las sesiones de la Convención o del Club de los jacobinos para escuchar los discursos y participar también). Resalta que el pueblo debe confiar en sus delegados y cederles el poder. Yo creo que esto formaba parte de la concentración de poder propia de los requerimientos de un gobierno fuerte para el proyecto de guerra total en el que Robespierre y la República se hallaban inmersos. Si tomamos el ejemplo de la participación de las mujeres, estudiando las reacciones de los diputados, vemos que iban desde una tolerancia a regañadientes a la oposición furiosa (en algunas purgas fue ejecutada alguna notable líder femenina). Ellas habían adoptado la estrategia de invadir lo público, incluso con sus pequeños lactantes, y ejercer incluso funciones policiales en las cárceles. El discurso republicano parece que iba por delante de las costumbres y hábitos que se movían con mayor lentitud en las cabezas de muchos diputados y hombres, sería una interpretación de esto. En cualquier caso, el movimiento de mujeres estaba asociado a la oleada izquierdista, carente aún de un discurso o ideología bien hilados, de los temibles sans-culottes que acabaron siendo apaciguados tras los sucesos del Termidor y el régimen bonapartista. 
En el citado discurso, prosigue Robespierre: 
“¿acaso no son los enemigos internos los aliados de los enemigos externos? (…) Una de estas dos facciones nos empuja a la debilidad, la otra a los excesos. Una quiere convertir la libertad en bacante, la otra en prostituta. En tal situación, la máxima principal de vuestra política deberá ser la de guiar al pueblo con la razón, y a los enemigos del pueblo con el terror. Si la fuerza del gobierno popular es, en tiempo de paz, la virtud, la fuerza del gobierno popular en tiempo de revolución es, al mismo tiempo, la virtudy el terror. La virtud, sin la cual el terror es cosa funesta; el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia expeditiva, severa, inflexible…” (p. 286)
Se distinguen los ciudadanos con derechos (los fieles a la República) de quienes carecen de esos derechos y son candidatos a la guillotina (sus enemigos, que sólo sentirían “la cuchilla vengadora de la justicia nacional”). Esto consagra el típico lenguaje binario de los revolucionarios conduciéndolo a un extremo capaz de dividir literalmente en dos a la humanidad, justificándolo como la excepción requerida por un estado de guerra total al que se ha debido llegar in extremis. Uno de los últimos pares de opuestos se dio dentro de los propios jacobinos: “indulgentes” y “ultrarrevolucionarios”, que se desdoblaron y por ello mismo cayó Robespierre. 
En general en el último periodo atroz de la guillotina, los discursos de Robespierre se van haciendo más convulsos y apocalípticos. Según el biógrafo McPhee perdió la gran perspicacia que hasta entonces había tenido. Ésta consistió, como en todo buen político, en saber interpretar bien el momento y ajustarse adecuadamente al mismo, ajustando el discurso y las ideas, aunque siempre mantuviera, con firme tenacidad como hemos dicho, sus principios y virtudes. Este carácter virtuoso, casi de ermitaño, que al principio le viniera tan bien, le acabó acarreando grandes odios y enemistades. Muchos lo empezaron a ver como un fanático, mientras otros proseguían en su adoración. Su cierre sobre sí mismo, sobre su propia virtud, acabó pareciendo a los ojos de muchos un cierto endiosamiento que resultó a la postre fatal. En algunos momentos finales parecía coquetear con el martirio y se olía que iba a terminar mal, como en efecto, todos sabemos que ocurrió.  
Si cerrado el libro que nos cuenta su biografía, queremos ver un hilo que desde el cadalso final y sus casi delirantes últimos días nos sirva para tejer una identidad, una explicación de quién fue Robespierre, no veo razón por la que oponerme. El mundo está entretejido de tramas, tramas que él parece que veía, al final, por todas partes, tramas que colapsaban la Francia de 1794, y tramas que nos crean la ilusión de estar en algún sitio y de ser algo. No, no voy a oponerme a ello.

Educación y filosofía

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