
Creo que en la actual reflexión e investigación educativa hay una línea que reclama su urgente atención. Se trata de si lleva a buen puerto el paradigma que podíamos denominar moderno, o instrumental, o representativo, con su clásico desdoblamiento entre una razón teórica que piensa desde un lugar aparte ese otro lugar llamado “práctica”, o sea, la razón cartesiana del sujeto que estudia una realidad distanciada, objetivada y cosificada. Este asunto puede ser hoy día un tema candente ya que subyace al modelo de las competencias, que si lo he entendido bien, puede venir a ser, en sus distintas versiones, el del sujeto capaz, el sujeto que adquiere técnicas para desenvolverse en un medio y afrontar los problemas propios de dicho medio. Así, un sujeto competente, pongamos por caso, “socialmente”, sería quien aprende a desenvolverse bien en ese entorno llamado “sociedad”. Si, además, se aspira a una adaptabilidad más universal, la competencia procuraría una flexibilidad que pueda tantear lo necesario para sobrevivir en otras sociedades. Esto, que procede del mundo de la empresa, es lo que en el vocabulario de dicho mundo se denomina “flexibilidad laboral”, que es una suerte de constante tanteo y celeridad a la hora de cambiar las propias estructuras usadas, habilidades y recursos para afrontar problemas que requiere un nuevo medio (una nueva empresa o circunstancia emergente en el mercado). Filosóficamente, esto nos lleva a un modelo instrumental de razón en el que ésta es un medio para conseguir fines, una especie de función, de útil, que emplea el sujeto para progresar y sobrevivir en el medio que sea. Hay pues una cierta esclavitud al medio que sin embargo la teoría de las competencias ha tratado de corregir introduciendo competencias de tipo más filosófico o ético que consisten en la capacidad de enjuiciar éticamente, por ejemplo, un medio, situación o acaso sistema económico. Tal vez haya posibilidades en el discurso de las competencias más allá de las de una mera razón instrumental y técnica, objetivante. Pero si no es así, estaríamos ante una nueva versión del clásico mal de la modernidad ya tantas veces diagnosticado, consistente en una reducción de la razón que obliga asimismo a una reducción del sujeto y, como en toda reducción, a una serie de olvidos, mutilaciones e invisibilizaciones. Habría un déficit en la comprensión del medio, del propio mundo, de la historia y de la cultura, por un lado, y por otro lado, en la vida, en el desarrollo vital, más allá de lo estrictamente laboral o económico (a no ser que pensemos que la educación no debe ocuparse de la “vida”).
Pero lo que aquí deseo traer a colación no es tanto esta crítica que ya ha sido abordada a menudo, con mayor exhaustividad y extensión, en otros posts, sino el remedio que a partir de la filosofía propone para la pedagogía el profesor Joaquín Esteban Ortega. En su libro Memoria, hermenéutica y educación (Biblioteca Nueva, Madrid, 2002) explica una concepción de la pedagogía que en España han trabajado también los profesores Mèlich y Bárcena, inspirada en la filosofía hermenéutica de Gadamer. Recordemos que el pensamiento de Gadamer es un intento de, como se ha dicho medio en broma, “urbanizar a Heidegger”, es decir, dotar de un cierto contenido lo que en él queda sólo apuntado, como “historicidad”, “facticidad”. Se trata de ese fondo (¡que no es jamás “fundamento”!) desde el que el Dasein emprende su autocomprensión y la comprensión de aquello que se revela oblicuamente, impresentemente presente, como es el Ser. El hombre, sujeto o, más propia y heideggerianamente, “Dasein”, es el pastor del Ser, el ente que trata con el Ser, en cuyo trato con el Ser le va su ser. Así, Heidegger retrotrae la filosofía (y la existencia) a un sobrecogedor nivel ontológico, a una sima, en la que Gadamer halla que la interpretación y la auto-comprensión se hace como inmersión en tradiciones que dotan de horizontes de sentido, de fines, de perspectivas. El hombre está de algún modo condenado a carecer de los antiguos fundamentos sólidos de un Ser descrito como un ente que, en el platonismo, explicaba y orientaba la existencia del propio hombre. Ya no hay más que una sucesión de relatos, historias que ciertamente nos explican y orientan pero débilmente, o sea, con un cierto velo, con un aire borroso, difuso, inseguro, veteado de nada y de incertidumbre. Esta contingencia de la existencia, llevada a su extremo, fue la que explotaron las impresionantes filosofías existencialistas del siglo XX.
Obviamente, la ontología débil entendida como hermenéutica del sujeto y relacionada con una existencia que se auto-interpreta y que se sitúa en un contingente contexto (comunitario) rechaza a la epistemología que era capaz de establecer sentidos y órdenes firmes en el mundo y en lo humano. Esta epistemología, que puede funcionar bien para la ciencia, es un peligro, por reduccionista, si la intentamos aplicar a la comprensión del hombre-sujeto y de la existencia. Sencillamente, la epistemología basada en un método apriorístico que analiza, establece leyes y deduce, no puede decir nada sobre la existencia. Pero todavía más, la propuesta del profesor Joaquín Esteban es que dicha epistemología y dicho paradigma moderno tampoco valen para educar de manera efectiva o por lo menos para entender qué hacemos cuando educamos. Este autor en su muy interesante libro se sitúa en un término medio, entre el mencionado racionalismo fuerte de la modernidad o del platonismo, y otro exceso: el relativismo.
Según Esteban, el educando iría insertándose en su medio al ser educado por este mismo medio o por el educador-mediador, pero nunca como agente capaz de distanciarse y dominar al modo instrumental su propio medio lejos de todo prejuicio. Educarse es impregnarse de un ambiente-entorno, de una atmósfera que nutre las preguntas y orienta el pensamiento, previa a todo uso instrumental de la razón y a toda apuesta por una epistemología de raigambre cartesiana.
Así que el profesor Joaquín Esteban valora el papel de la memoria en la educación, pero no una memoria entendida como instrumento técnico, como acúmulo de datos e instrucciones, sino como ese entorno o tradición en el sentido que estamos indicando. Educarse sería tomar contacto con esa materia, hacerse cada vez más uno con ella y desde ella hacer brotar las preguntas y la teoría. Toda toma de distancia reflexiva presupone esta previa hermenéutica o tarea de comprensión y de adquisición o construcción del sujeto. En las palabras empleadas por Esteban, educar sería entrar en contacto con la cultura y con la historia como algo complejo, inasible del modo reduccionista con que trata de hacerlo el paradigma moderno de comprensión de la historia o de la pedagogía. Esto implica que el educador debe ante todo desarrollar un estar en sintonía, un “talante” o “tacto” pedagógicos, no tanto como empleo de métodos a priori o de técnicas didácticas, sino como diálogo con el educando y el medio común (cultura, historia) que arranque siempre a posteriori, tras la inmersión en la práctica. Por esto mismo, además, no se da una escisión tajante entre la teoría y la práctica en la educación o incluso en la reflexión sobre la educación, sino que hay un todo complejo en el que lo teórico, por ejemplo, se ciñe a lo práctico de un modo más real.
Educación y filosofía