
En lo más básico, donde no puede ciertamente demostrarse nada, el cristiano pone un relato central: lo narrado en los Evangelios y otros textos del Antiguo Testamento y el Nuevo. Siendo relato, aun en el muy conceptual Cuarto Evangelio, importa un “ir haciéndose” la realidad o incluso el ser, identificado con Dios, pero en términos dinámicos. Tanto la teología trinitaria como esta centralidad de historias narradas, dota de ese carácter fluido al fondo al que apunta o en el que voluntariamente se sitúa el hombre cristiano. Valen para él los existenciales que ciertos filósofos han conectado con el hombre concreto, pero no la idea de una existencia que precede a la esencia, o de un Dasein que casi desaparece ante el ser. Hemos considerado también, desde otro ángulo filosófico, las metafísicas de Zubiri y Ellacuría que describen al hombre como “esencia abierta” que se realiza optando condicionadamente en la historia. Es decir, para el cristiano hay niebla e indeterminación, y vértigo, pero se ve a sí mismo como “sujeto”, es sujeto con una esencia. Esta subjetividad tiene su basamento ontológico en las “verdades” descritas principalmente en forma narrativa por, como hemos dicho, los textos canónicos del cristianismo, con todos los matices y variaciones propias de las distintas confesiones. Así, el cristianismo conecta con la tradición hermenéutica cuyo principio es que la verdad buscada y el objeto al que mira el sujeto forman parte ya, de hecho y circularmente, del sujeto. El sujeto está constituido por lo que busca y que define previamente a toda búsqueda y definición. Así, es como entiendo yo que el cristianismo, los textos cristianos, nos constituyen. Hay, por tanto, una forma de ser sujeto, una subjetividad específicamente cristiana que se entiende por su vinculación con ciertos textos literarios canónicos, que forman parte del “orden”. Todo pensar requiere orden y en este sentido, el cristiano elige pensar según el orden cristiano.
Pero es conocer muy mal al cristianismo concebirlo como una filosofía del orden, de la subjetividad cerrada y completa, de la identidad. Porque en el peligroso relato sobre el que se sitúa la subjetividad cristiana, se halla una corriente negativizante de gran potencia. Como se expone en alguna obra de Moltmann y como expresamente señala Ellacuría, el cristianismo es dialéctico. Hay un fondo de no ser, de nada, que lo vetea. Esto se debe al carácter de creatio ex nihilo propio de la realidad creada, pero también, en el plano de la historia, al poso que recoge de la misma: el Éxodo, los libros proféticos, la Pasión, la Cruz, todo ello habla de una distancia tan dolorosa a veces como salvadora, de una tensión en el ser de lo creado hacia su afirmación pero también hacia la nada. Hay, y aquí tal vez Nietzsche acertara, un cierto nihilismo cristiano, que es el nihilismo de la Cruz, de lo no logrado, del fracaso y de la separación. Pero este nihilismo forma parte, como una antítesis, de una dialéctica que se expresa en la imagen de Cristo resucitado pero con sus llagas intactas como un estigma permanente. Hay algo irremediablemente perdido en el mundo y en la historia, un no ser constituyente, un no ser absolutamente negativo, inasible e inconcebible. El mundo y la historia en ciertas bifurcaciones dejó olvidado sin remedio los muchos otros senderos posibles. Esta es la melancolía cristiana, la melancolía barroca de una temporalidad que impregna de no ser, de finitud, al ser ahí. En todo gozo y toda afirmación se ha dejado algo por el camino.
De manera que según lo señalado, en el cristianismo no puede darse una completa filosofía de la identidad, pues desafía toda absolutización de lo mundano. Es lo que Tillich resalta tantísimo en el libro que comentamos, su primer volumen de la Teología sistemática. Recordemos que llamaba “demonización” a las dinámicas de absolutización de alguna parcela de la realidad mundana, lo que corresponde al muy bíblico combate contra la idolatría. Ese recelo ante lo supuestamente absoluto, ante el peligro de absolutizar algo existente, es lo que provoca la distancia salvadora. Es algo que a nivel muy personal, existencial, consiste en un estar y no estar, en un estar en dos mundos que no hay que confundir, como tanto se ha hecho, con el dualismo, porque se está en un mundo “prometido”, más allá, para enriquecer y mirar con una perspectiva poderosa al propio mundo real. Es otra forma de tensión dialéctica que encierra el cristianismo. Gracias a Dios, dice el cristiano, hay la posibilidad de pensar el mundo como algo logrado pero siempre en proceso, utópicamente. Este distanciamiento utópico hace crítico y muy fluido al cristianismo real, a los movimientos que en él se han dado, como una constante incomodidad o comezón que obliga a marchar, a moverse. Es lo que la tan gastada metáfora del peregrino o el caminante expresa para el cristiano. Paradójicamente, la más hermosa unión con el mundo, su mejor captación, se da en quien lo recorre a pie, como sabe todo buen aficionado al senderismo.
Hay siempre un tramo por caminar, un inacabamiento en la creación que expresa, metafísicamente, el carácter abierto de la esencia humana y la historia tan hondamente destacado por Zubiri. El mejor modo de rendir los honores que merecen a la materia y al mundo es no creérselos del todo, aunque esto se haga postulando un final que nunca llega pero que hipotéticamente algún día lo resolverá todo. Esto es lo que insinúan los textos que el sujeto cristiano pone a sus pies, textos con los que se ha esculpido y creado, con los que se ha dado forma a su subjetividad. Foucault estudió al final de su vida este elemento de auto constitución del sujeto y de la verdad como elección subjetiva, en el cristianismo, en los primeros filósofos cristianos y en el ideal ascético entendido correctamente.
En los textos canónicos el cristiano puede hallar por tanto no una verdad que lo llena todo, sino una verdad aproximativa, fluida y dialéctica. Una especie de ironía trágica que relativiza todo al tiempo que nos conecta con un inefable absoluto, con una superación de aquello que en el mundo no puede superarse. Si esto se entiende bien, de nuevo lejos de todo dualismo, lo que logramos es estar abocados a transformar el mundo. La repercusión política del “nihilismo” que estoy describiendo es la lucha política por un mundo mejor. El aguijón apocalíptico, como indica el profesor Pérez Tapia en cierto artículo, es el que nos sacude y obliga a caminar. Este aguijón es la conciencia de que el mundo no está acabado, de que queda mucho por realizarse, y de que (aquí el aspecto afirmativo, optimista y positivo del cristiano) se confía en que de algún modo impensable, más allá del mundo pero a partir de los deseos, anhelos y fuerzas ya dados en el mundo, se logrará plenamente. Este es el dogma de la vida eterna o la resurrección que la mera postulación del Dios cristiano, del monoteísmo dinámico y relacional del Dios cristiano, ya garantiza.
De estas ideas teológicas extrae el cristianismo su fuerza. Claro está que estas razones se vivencian existencialmente, que no es algo que el cristiano necesariamente razone para actuar, aunque mi consejo es que sí lo razone. La teología debería interesar, creo, a todo cristiano, así como el serio estudio de la historia y del pensamiento. El movimiento es aquí también, acaso, dialéctico, en la forma de dialéctica entre la acción y la reflexión, entre la teoría y la práctica, una dialéctica que aspira a una combinación de ambos extremos, a su mutuo engarzamiento, so pena de incurrir en la infravaloración de lo que Gustavo Gutiérrez denomina “ortopraxis” o del otro extremo: la “ortodoxia”.
Todo lo que estoy escribiendo viene a sugerir, al menos eso intento, que ser cristiano, a un nivel filosófico, significa una apuesta ontológica, por una constitución particular del ser y de nuestra mirada, que en absoluto contradice o combate a la ciencia, pero que no reduce toda la discusión intelectual a la ciencia (como en parte parece que acabó haciendo según Gustavo Gutiérrez Theilard de Chardin). La ontología, en filosofía, se refiere a un como (se nos presenta) el ser. Con el ser siempre nos relacionamos de un modo particular, que nos determina la mirada. La ciencia y el positivismo tienen, en este sentido, un trasfondo ontológico, un modo de aproximación que determina su método epistemológico, su “orden”. El cristiano es, filosóficamente, quien ha optado por un cierto “orden”, por una perspectiva, por una visión de la identidad y de las cosas como creadas y por esto mismo veteadas de no ser, de nada y de disolvente desorden. Quien me parece que expresa esta íntima alma del cristiano es Lévinas, que lo expresa como judío estudioso del judaísmo y la Biblia, que emplea las disolventes categorías bíblicas para disolver la metafísica u ontología occidental de la identidad fuerte.
Por supuesto la ontología cristiana debe dialogar con una ontología atea, desde la asunción de que estamos en un plano de pseudoverdades, quiero decir, un plano situado más allá de toda verdad y toda falsedad, pues precede a ambas (esto lo expresa con gran claridad Paul Tillich). El cristiano no puede imponer su ontología como “verdadera”, pero esto no implica que renuncie a la razón, frente a todo irracionalismo. Como Tillich, vislumbro aquí un suave tono tomista de fe en la unidad de fe y razón, que puede ser lo que en efecto guía al pensamiento cristiano. Esta es la apuestadel cristiano. Nada más comenzar las razones del primer volumen de la Summa, Sto. Tomás aborda precisamente esta relación entre la teología y la filosofía, la fe y la razón, Dios y el saber mundano. La otra opción es la nihilista, la que desborda el carácter de “nada” ciertamente “presente” en toda presencia hasta eliminar todo pensamiento e incluso el lenguaje, caracterizados en sus aspectos de sombra o de huella o incluso de ficción. El cristiano lo es, filosóficamente, porque ha optado por un orden básico que garantiza de modo efectivo el necesario desorden, el grado temible de impugnación que hace falta al mundo para ser más mundo.