Para refundar la democracia española hay que salir a la calle

¿Es posible establecer un marco formal que garantice el buen gobierno? Es decir: ¿es suficiente con respetar unas reglas que permiten la formación de partidos, que amparan la defensa de todas las ideas salvo las que cuestionan este marco, y que determinan las elecciones de representantes? Mi opinión, según he ido argumentando en el blog, es que el marco formal no es suficiente para garantizar que un régimen político sea democrático y que habría de discutirse una materialidad democrática, o sea, las condiciones tanto del sujeto que argumentará y votará como de la economía que permitan el logro del ideal democrático. Esto lo defendió, por ejemplo, John Dewey. Porque a estas alturas es ya patente, empíricamente patente, que el formalismo como teoría de la democracia no es suficiente. Ya recordaba Foucault que la isegoría puede esconder e incluso legitimar una completa perversión de la democracia. Es cierto que los marcos formales, constitucionales, están muy bien elaborados y nacen con el loable objetivo de establecer el campo de juego en el que deben discutirse las ideas y pugnar con razones las distintas facciones políticas. 
Habermas y Apel elaboran a partir de lo que implícitamente se afirma cuando dos tratan de discutir sobre algo dando razones, en la medida en que se siguen y respetan so pena de contradicción performativa, unas reglas para toda acción comunicativa. En la democracia se pretende que el combate entre grupos que aspiran al poder y a imponer sus ideas se haga de un modo que eluda la violencia o que se inmiscuyan prejuicios que pasen como verdades universales, que es mediante la determinación de un campo apto para el juego “racional” en la política. Este es un enfoque reilustrado que se ha criticado precisamente en cuanto es ciego para situaciones que dentro de lo material, y no sólo lo formal, impiden el logro de la libre discusión sobre el bien común o la defensa racional de las propias ideas. Sin embargo, si nos atenemos a los hechos, como bien señala Ellacuría, una construcción política formal, una legislación democrática, pueden esconder oscuras dinámicas de poder procedentes del mundo de la economía y de la más irracional de las pugnas por el poder. Es el error del liberalismo. De todos los liberalismos que se complacen en promulgar hermosas declaraciones que no pasan de ser meras intenciones. La realidad de los hechos muestra que desgraciadamente la estructura política no es lo que indica una Constitución, por mucho que intente un marco equitativo para todos, sino muchos elementos que intervienen en la política hasta llegar a invalidar el mejor de los marcos posibles. Pero entonces, como señalaba Ellacuría, tenemos algo más grave que un conflicto de intenciones en la sociedad. Tenemos que lo que nació como impecable marco para la política encubre, ideológicamente, todo lo que realmente ocurre, las fuerzas, intereses, presiones que obligan a legislar no en función de los intereses de todos, como se intentaba en la Atenas del siglo V a. C., sino en función de los intereses de unos pocos que, sin escrúpulos, buscan imponerlos caiga quien caiga.  
Esto se puede mostrar sencillamente con la historia de los últimos 30 y pocos años de democracia en España y sobre todo con un presente en el que el uso de la Constitución es muy distinto de la función de delimitar el marco formal de la discusión racional y respetuosa sobre lo común. Si la política buena se define por la distribución del poder y sobre todo por la posibilidad de controlar los abusos de poder por parte de ciertos lobbies o castas, es evidente que dicha buena política no se ha logrado en España a pesar de la Constitución. En otros posts he apelado a lo que llamaba una materialidad eludida sobre todo en el plano económico, la de una regulación parcial de la economía que impidiera peligrosas maniobras especulativas, financieras y la acumulación de la riqueza en pocas manos. Las filosofías políticas que vienen a justificar que todo se logra con una Constitución, en el ámbito formal, en efecto, parecen fracasar ante la realidad de los hechos. En el caso de España, la ojeada a la historia reciente es suficiente para derrumbar cualquier ideología en este sentido. Lo que vemos es otra cosa. Vemos que existe un aparato legal, coactivo y ejecutivo que define un límite que aun siendo formal, se extrapola y acaba sirviendo incluso para moralizar. El Estado, en la forma que lo conocemos en España, no tiene límites para sí mismo, de manera que todo debe adquirir su forma y seguir sus reglas so pena de quedar en la “excepción”.   
La paradoja a la que nos lleva situaciones como la actual en España es la de salirse de la Constitución para defender, precisamente, la Constitución. Dicho de otro modo, es necesario salirse del juego concreto de esta democracia que lo es sólo por el nombre y la justificación de un marco legal hecho por “representantes” deshonestos con el electorado. Salirse, digo, del juego, pero para defender la democracia. Es lo que expresa a la perfección el activismo y variado ideario, con todos sus matices, del 15 M. La expresión “Democracia real ya” lo indica a la perfección. El 15 M obra como una alteridad disolvente que desafía, ciertamente, a la perversa escisión entre el hecho y la palabra. Porque nuestra democracia de boquilla es eso, de boquilla, y mera palabrería. Se ha perdido hasta la intención de ser veraz y la palabrería ha sustituido a la palabra. El político actual, que trepa y prolifera en la jungla política, usa esencialmente la palabrería. Hasta el punto de que son auténticos maestros en el arte de descolocar al otro que le interpela. 
El problema de situarse al margen es que dicho margen, como recuerda Agamben, es definido por el Estado, por su aparato administrativo y jurídico, como también explicaba Bourdieu. Esto quiere decir que el Estado define y decide lo “afuera” de sí, según criterios que le fortalecen y amparado en leyes, policía, escuela, medios de comunicación. Lo estamos viendo. He contemplado con pena a gente de mediana edad o incluso ancianos que no pueden creerse que han vivido engañados desde la Transición. Si nos atenemos a lo observado y a las más imparciales razones, está claro, salvo para quienes la ideología cierra los ojos, que nos han engañado con la democracia. Así que, para quien ha logrado sortear todo el aparato coactivo-pedagógico del poder, se le presenta la necesidad de en efecto salir del límite marcado por un Estado que impone sus normas. Esto no quiere decir que haya de asumirse otras formas políticas, digamos de tipo anarquista. En este asunto ahora no voy a entrar. Porque gran parte del 15 M, además, no es lo que pretende. Se salen a la zona de peligro perfilada por la “democracia” porque dicha pseudodemocracia juega con las cartas marcadas para que siempre ganen los mismos. Esto requiere la fundación de un nuevo Estado, una suerte de refundación o acto constituyente que empiece de nuevo la maquinaria de un Estado sucio y corrupto. Pero hay que salirse fuera para no acabar engullido o fagocitado y preservar, por mucho que los ideólogos de los establecido llamen a esto “fundamentalismo” o “fanatismo”, esa pureza que consiste en reclamar que la palabrería se convierta en palabra y que los discursos se manifiesten en el ethos de políticos y ciudadanos.
El juego sucio que ya estamos viendo en España es el que se apoya en la potestad del Estado para definir lo afuera de él, y de calificarlo y juzgarlo según su interés. Es decir, el Estado cuya democracia se funda en un marco formal (pero no en el ethos) decide que fuera de sí sólo hay violencia y que la policía y la ley debe sofocar como sea, maquiavélicamente, (o sea, sacrificando todo a un fin considerado legítimo por emanar del poder oficial). Este es el problema. Que el giro que hace falta sólo puede germinar fuera del statu quo, pero por tanto, debe darse en la zona donde sea verdad o no, el statu quo decide que sólo queda la violencia (paralelamente, elimina de sí la violencia). Y en esas estamos. Sólo podemos detener el desastre haciendo de España un país ingobernable. Pero habremos de cargar con la cruz del cinismo hipócrita de nuestros “representantes” servidores de los bancos que justificarán no ya cargas policiales, sino acciones represivas, tal vez, que nos remiten a épocas dictatoriales. Esto hay que señalarlo, proféticamente, y denunciarlo sin parar. Se van a restringir los derechos en los que la clase política bipartidista dejó hace mucho de creer. Se van a restringir porque quienes viven de la democracia no creen en la democracia ni en sus propias palabras. Pero justo por eso debemos ser firmes y tenaces y proseguir lo empezado si queremos salvar una democracia que nos llamará lo que a ella le dé la gana para nuestro azote y escarnio.

Educación y filosofía

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